Fue entonces que llegaste,
suavemente, como la luz
temprana de la mañana.
Era entonces otro tiempo,
el de antes, cuando todo
se había extraviado,
hasta lo que nunca se pierde
andaba ausente, irredimible,
gastado, como se gasta el tiempo,
como se ausenta el brillo
de las manos fatigadas
y que nada redime.
Fue entonces que llegaste
con tu propia luz
y tus manos abiertas,
generosas y apacibles.
Era entonces otro tiempo,
el de antes, que había perdido
el gusto de desgranar los días
y juntarlos como perlas
profundas, únicas y sin precio.
Era otro tiempo,
absolutamente otro tiempo,
en el que los pasos abrían
llagas a los caminos
y el rumbo, cualquier rumbo,
era penetrar la obscura sombra.
Fue entonces que llegaste.
Vos, con todas tus ganas de vivir,
con tus claros ojos negros,
con tu pelo al viento, suelto,
libre.
Me llamaste.
Oí tu voz
y sentí mío de nuevo al tiempo
y mío el camino
que me alumbran tus ojos
y me señalan tus manos.
Fue entonces que llegaste,
cuando ya no te esperaba.
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