El autor de este blog agradece la reproducción total o parcial de los materiales aquí publicados siempre que se mencione la fuente.
.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Federico García Lorca:

EL POETA PIDE A SU AMOR
QUE LE ESCRIBA

Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mí quiero perderte.

El aire es inmortal. La piedra inerte
ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.

Pero yo te sufrí. Rasgue mis venas,
tigre y paloma, sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.

Llena, pues, de palabras mi locura
o dejame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.

Federico García Lorca

Teresa Berganza



LAS TRES HOJAS

1

DEBAJO de la hoja
de la verbena
tengo a mi amante malo:
¡Jesús, qué pena!

2

Debajo de la hoja
de la lechuga
tengo a mi amante malo
con calentura.

3

Debajo de la hoja
del perejil
tengo a mi amante malo
y no puedo ir.


miércoles, 26 de noviembre de 2008

Variaciones XX

Dejé el pasado como se abandona un país o la comarca, soñando que el milagro se produzca cuando pasada la frontera, se oigan nuevas voces, se vean nuevas caras, se vean nuevos gestos. Uno se piensa nacer y la vida se nos vuelve a cada paso una sorpresa. Pero el pasado pesa. El pasado no es polvo del camino, no entra en alguna maleta que pueda olvidarse en las aduanas. Pero llegué a vos. Te lo he dicho, el camino ha sido largo, no pude acortarlo. La vida no tiene atajos. Y ahora que he llegado, siento que mi pasado no fue sólo el camino, los pasos iban vistiendo mi existencia, preparando mis brazos para extenderlos, para abrirlos, para que mis manos palparan la más profunda verdad de la carne. He llegado a vos. Ya estoy de nuevo en mi comarca, vos sos mi tierra, sos mi patria.

Te he vestido de azul en mis sueños. Te he visto siempre avanzar hacia el cruce, hacia el enlace de nuestros destinos. Tu paso es generoso, potente, volitivo. Sé que desde el cruce de nuestros caminos, tengo que ir hacia lo alto. Hablo de una altura en la que la claridad de tu pensamiento nace de la pureza, del sentimiento puro que anhela frenar las injusticias.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Un noviembre frío

En estos días soplan vientos del norte, fríos, polares. La gente anda muy abrigada y de prisa, buscando escapar de las ráfagas y algunos se resguardan pegándose a las paredes. Pero no hay escapatoria. Estoy en la barra de un café. He vuelto casi instintivamente a viejas costumbres : un « café-calvá » y el trocito de azúcar en la boca. Desde siempre el frío me ha llenado de lágrimas los ojos. Mis lentes se empañaron cuando entré al café. Mis manos empezaban ya a endurecerse, me las froto casi con encono. De repente me sonrío al recordar mi primer invierno moscovita. El más frío desde hacía décadas, más frío que aquel tan lejano de 1943 de la gran batalla de Estalingrado. Recuerdo los múltiples pares de guantes en mis manos y la absurda acumulación de calcetines en mis pies. El frío de hoy no tiene nada que ver con aquel. El mercurio apenas si se ha acercado a los cuatro grados sobre cero. Allá fueron largos meses en que la temperatura no subía de los quince bajo cero y se quedaba oscilando alrededor de los menos veinte y algunos días bajó más allá de los treinta. Me hice a ese frío, mi cuerpo se fue adaptando poco a poco. Luego sin mayor molestia solía salir a caminar por las calles en temperaturas de quince bajo cero. Ahora un viento que aún no logra congelar los charcos en los andenes me ha obligado a refugiarme en un café. Es cierto que han pasado muchos años y mi cuerpo poco a poco se ha ido de nuevo acostumbrando a temperaturas más moderadas.

A veces he sentido nostalgia por el crujido de la nieve bajo mis pies, de la escarcha en los árboles y casi siempre vuelvo a mis antiguas citas en la plaza Pushkin. Mi encuentro con ella fue en el metro. Era el último, volvía de la Universidad, de los entonces nuevos locales de la Lumumba. Era en pleno verano. Iba solo en el vagón. En una de las estaciones entró una muchacha y se sentó enfrente de mí, puso una máquina de escribir portátil en el piso, ya bastante vieja. Mi mirada vio sus pies en sandalias y fue subiendo lentamente, muy lentamente hasta que mis ojos se encontraron con los suyos.

¿Y?

¿...?

¿Y cuál es tu veredicto?

Me has dejado mudo.

Me esperaba un mejor piropo.

Mis ojos fueron elocuentes.

Es cierto.

Guardamos silencio un buen trecho. Luego ya acercándome a mi destino, le pregunté:

¿Dónde bajas?

En la Karl Marx.

Yo en la que sigue.

Vas a poder ayudarme entonces.

¿Ayudarte?

Sí. Con la máquina, es pesada.

Por supuesto.

La máquina era realmente pesada. Al salir del metro nos internamos en una calle bastante angosta, doblamos varias veces y rápidamente nos encontramos frente al portón de su casa. En el recorrido me contó que estudiaba periodismo, que tenía que redactar un deber de varías páginas, para eso era la máquina que le había prestado su ex. No le gustaba mucho el tema y que ya le habían rechazado sus trabajos anteriores. Andaba un poco desesperada por eso. Me propuse ayudarla. No sé por qué. En realidad sí, en mis estudios me había tocado redactar en ruso y no me había salido tan mal. Además ya tenía dos o tres años de estudiar la prensa soviética. No me estoy equivocando al decir estudiar. No leía la prensa, la estudiaba. Compraba todos los diarios y muchas revistas. Esto fue un motivo de sospecha de parte de la KGB. Me interrogaron varias veces por las razones de mis exageradas compras... Me aseguraban que para informarme con un solo diario bastaba, para qué compraba todos. Mis respuestas le sonaban como meras provocaciones. Pues les decía que era mentira, cada diario traía su propia línea editorial, que manejaban su propio estilo, etc. Y las revistas pues me educaban para ser buen comunista. Mi estudio se concentraba en los principales campos semánticos y en los procedimientos argumentativos de la prensa soviética. Llené muchas, pero muchas fichas. Creo que el motivo de proponerle ayuda a Elena es el más subsidiario... Se imaginan que los reales son tan elocuentes, que enumerarlos no se impone. Subimos los dos pisos y luego de poner en el suelo el pesado artefacto, me dijo que me invitaba a beber té, pero solamente a eso.

Nunca pude imaginarme otra cosa.

Sonrió pues creo que oyó lo que el “otro yo del Doctor Merengue” estaba diciendo... Luego, algunos meses después me explicaría el porqué de toda su conducta esa noche. Primero, entró en mi vagón y al verme se decidió a sentarse justamente enfrente de mí, para ver mi reacción, que le gustó mi descaro al recorrer su cuerpo con mirada tan minuciosa. Y se le antojó llevarme a su casa, sí a su casa y no a su cama. Luego me dijo que le parecí demasiado joven y que al proponerme el té, casi de inmediato se arrepintió, pues le pareció que no me dejaba tiempo para tomar la iniciativa. Convenimos vernos pronto. Nos intercambiamos los números de teléfono.

Al día siguiente rondé alrededor del teléfono, pero no tuve coraje para descolgar y llamarle. Por la tarde sonó el teléfono del apartamento comunal y atendió una vecina. Era una veterinaria que le temía a las palomas. Pegó como siempre su estridente gritillo:

—Carlos, ¡al teléfono!

Corrí y le arrebaté el auricular. Oí su voz. Me propuso sin más que nos viéramos de inmediato, que quería mostrarme lo que había escrito. Me dio cita en la placita que está detrás del Bolshoi, se llegaba bajando por la callecita Kusnietski most. Cuando la vi, parada en la esquina, con un fajo de papeles, quise correr y tomarla por la cintura. Pero no corrí y al estar enfrente apenas si le tendí la mano. Luego supe que mi timidez le pareció desdeño. Entramos a una cafetería de la cual guardaba muy mala memoria. Dos años o tres antes, al salir de una librería de libros viejos, entré ahí, compré un café con leche y una rosquilla. Me fui a sentarme y le pedí permiso a un hombre que estaba sentado a la mesa.

—¿Me puedo sentar?

—Por supuesto, salvo si eres judío.

—Soy judío y me voy a sentar— le respondí de inmediato pensando que era una broma tonta. El hombre tomó su bandeja y se fue a sentar a otro lado. Luego llegaron unos muchachos, me vieron totalmente sumido en mis pensamientos y uno de ellos se me acercó y me preguntó ¿qué me había pasado? Le conté la escena. Y me rogó que no le diera importancia a eso, que no era muy común ese tipo de conductas. El grupo de muchachos eran alumnos de la escuela de ballet del Bolshoi. Le conté el episodio a Elena. Me besó en la frente. Me dijo que habíamos nacido para encontrarnos, ella era judía.

Luego nos pusimos a trabajar en su texto. En realidad no había mucho que corregir, ni añadir. Pero le faltaba algo muy esencial, algo que supuse que ella debía de entender mejor que yo. No obstante no era así. Su trabajo no comportaba ninguna cita de ningún jefe del Partido que viniera a solidificar sus tesis. Me dijo que no iba a poner nada de eso, pues consideraba que no era necesario y además no había encontrado nada que pudiese citarse. Por mi parte sabía pertinentemente que para un artículo de estudiante de periodista era necesario introducir una nota “ideológica”. En mi facultad había un departamento de periodismo y con mis compañeros habíamos hablado de ese aspecto tan restrictivo. La convencí de que era necesario poner algo de ese tipo. Accedió cuando le dije que podía citar a Lenin. Y nos inventamos una frase leninista. La pusimos en algún tomo de las obras completas, estaba seguro que el profesor no iba a verificar. Nadie se atrevería a falsificar a Lenin... salvo los estudiantes de periodismo, de los que había aprendido el proceder.

Elena es tal vez la herida más profunda que guardo en mi pecho. Nos quisimos, nuestro amor brotó y no encontró obstáculos. Por ese tiempo, seguía gestionando ante las autoridades soviéticas el permiso de casarme con la madre de mis hijas. Pero ese matrimonio era para nosotros una batalla, pero ya entre nosotros poco había en común, pero no íbamos a separarnos antes de ganar esa batalla. Así lo hicimos. Elena entendía mi obstinación y estaba conforme. Nos veíamos muy seguido y nos dábamos cita en la plaza Pushkin. Nos gustaba perdernos en las calles que quedan detrás del diario Izvestia. Luego volvíamos y bajábamos por la avenida Gorki.

Entré a trabajar en la revista Novedades de Moscú, traducía, redactaba y corregía. A veces me tocaba supervisar las planchas en la tipografía. Siempre que me tocaba de nocturna Elena venía a esperarme. Aquel día, nos habíamos dado cita, me esperaría en el mismo banco a la salida de mi trabajo. Pero por la tarde agentes de la KGB vinieron a buscarme y, luego de largas tramitaciones, me llevaron preso. Nunca más la volví a ver, ni a saber de ella. No sé si Elena supo algo de mí, si se atrevió a ir a mi trabajo para preguntar. No sé. También eso pasó en un frío otoño.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Refutación


Deshojaba

una margarita :


te quiero

o

te quiero

o

te quiero

hasta el infinito

de los blancos pétalos.


Pueden de la rosa las espinas

refutar en el corazón

la blanca

alfombra de la pasión.

martes, 18 de noviembre de 2008

Dos Gardenias

Ayer



Dura la piedra

Duro el recuerdo


La huella se hundió en el pecho

con la tibieza de la mano amiga.

Tanta fue la largueza

y ardiente sentí el beso

en la brasa de mis labios.


Te imaginé.

Te tuve cerca.

Me pusiste en el pecho

la planta de tu pie

y los alacranes

juguetearon en mis sienes.


Duro el recuerdo

Duros los golpes en el pecho

como las caídas del Nazareno.

El olvido

no desgasta su filo.

domingo, 16 de noviembre de 2008

La otra

Hoy me he sentido

tan relajadamente tranquilo

el beso que no me diste

me mostró la que fuiste.

Tengo el pecho en cenizas.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Doña Menche

Les entrego aquí un cuento. Lo escribí hace cuatro años, el material lo saqué de un reportaje de un periodista mexicano, que hizo una investigación sobre el destino de las jóvenes centroamericanas que transitan por Chiapas hacia los Estados Unidos. Como el caso de este cuento hay cientos, tal vez miles. También este tema se puede tratar ahora durante la campaña electoral.

Me sacó la basura que traía adentro

De Carlos Abrego

Así que doña Menche era también salvadoreña. Yo que creía que era mexicana. Cuando hablaba no se le notaba, hablaba cantadito, como los mexicanos y nunca la oí decir nada, ni una sola palabrita de las de nosotros. Así que también era salvadoreña. De seguro tenía añales de vivir en Tapachula, pero don Ambrosio, él sí que es mexicano, ¿vedá?

Vaya, yo conocí a doña Menche en el puesto de policía de Mazatán, cuando vino a sacarme, tres días tenía de estar presa. Es que nosotros habíamos entrado a Chiapas de escondidas, ladeando todo, el coyote iba abriendo brecha con un machete. A veces le ayudaba don Beto, pero como es de la ciudá, no tiene el mismo aguante y como no es de por aquí tenía miedo de perderse y luego luego le pasaba el machete al coyote. Don Beto me había agarrado cariño, siempre andaba cerquita de mí y cuando conseguía alguna fruta por ahí, vaya pues, no se olvidaba de mí, con su navaja me cortaba un pedazo. A la verdá es que todos me ayudaban, como yo era la única cipota y ellos ya todos grandes, pues entre ellos se turnaban para llevarme los chunches. Yo creo que todos andaban bien creídos de que yo era algo de don Beto, alguna su sobrina o algo así. No pues, es que él me había dicho que le dijera tiyo, así te van a respetar, me dijo. No, el coyote sabía bien el bolado, sólo que no dijo nada, se guardó el secreto.

Si, el coyote había venido de parte de mi hermano para que me sacara de El Salvador y me llevara hasta el Norte de México. No, no me sacó papeles, siempre he andado sin papeles. Me dijo que mi hermano ya me tenía todo preparado, los papeles y un trabajito en la misma casa, donde trabaja su mujer. La mujer de mi hermano, la Toña, pues. El coyote no me pidió nada ¿y de dónde? si no tenía nada, se supone que ya mi hermano le había pagado todo, digo yo. Quizá, a lo mejor eran cheros.

Yo ya voy para los diecisiete. Si porque donde doña Menche trabajé más o menos un año y medio. Al principio, cuando me llevó para su casa, aquí en Tapachula, le hice de todo, le barría, le trapeaba, le lavaba la ropa, los trastes, le planchaba y salía a hacerle los mandados. Sí, lo que hace una sirvienta. Pue sí, como no conozco Tapachula cómo me iba a escapar, además al principio no tenía porqué. Al revés, agradecida estaba. Si me había venido a sacar de la cárcel de Mazatán, todo lo que había que pagar pagó, lo oficial y las mordidas. Eso sí, todos los días me lo sacaba en cara. A mí a veces me daban ganas de responderle: “yo no le pedí nada”. Pero si poray me decía que me fuera, ¿pa dónde agarraba? Una aquí en México anda más que perdida. Pero a la verdá, cuando salía hacer mandados, aquí mismito llevaba la esperanza de tomarme con don Beto, pero el pobre, ¿quién sabe qué habrá sido de él? Porque nos atraparon a todos, ni el coyote se pudo escapar. No sé cómo fue que dieron con nosotros, si nunca anduvimos por ningún camino. Nos agarraron antes del anochecer. Ese día andabamos bien cansados, pura cuesta tuvimos. Habíamos encontrado un lugarcito, bien chivo, para acampar. Ahí estabamos preparando los petates, los que traían, si no lo otros se ponían a juntar hojas secas, a mí don Beto me había prestado un costal. A mí se me ocurre de que nos habían estado espiando, porque apenas nos habíamos acostado, ahí mismo nos cayeron encima, a gritos y apuntándonos con sus fusiles. Nos hicieron que nos formaramos en fila y nos fueron amarrando las manos por detrás. Sí, a mí también y bien apretado me amarraron. Ese día dormimos en catres de la policía. A mí me metieron solita en una celda. Sí, primero tuvimos que dar nuestros nombres y de dónde éramos, la edá, hasta la estatura nos midieron, el peso, el color del pelo, hasta eso me preguntaron, como si no la estuvieran viendo a una, ¿de qué color son sus ojos? Ay no pues, hasta cólera me dio, me dieron ganas de decirle, “présteme un espejo, no vaya ser que se me hayan cambiado en el camino”. Pero uno responde a todo porque no le queda de otra.

Al día siguiente, al mediodía nos trajeron de comer. Ya en la tarde, me vinieron a buscar y me metieron en un cuarto. Ahí estuve como dos horas, cuando una está solita, pues el tiempo no camina y tal vez no haya pasado tanto tiempo, yo supongo, por la luz, pero aquí la luz cambia bien diferente que allá, en El Salvador. Aquí oscurece como a eso de las siete y media, allá ya es de noche a esas horas. Cuando me regresaron a la celda ya no los vi a los otros, porque ellos estaban todos en la celda de enfrente. Y yo me pongo a preguntar por ellos y los policias nomás se reían. Ya esa noche no pude dormir, del miedo.

Es que cuando uno de los policías me trajo de cenar, bien grosero, me dice “si no te vienen a buscar, hasta por las orejas de vamos a coger. Primero una bañadita y luego todos te vamos a pasar”. Sólo oía que abrían la puerta y me entraba miedo. Así que cuando uno de ellos vino a decirme que me fuera a bañar porque habían venido por mí, no le creyí nada. ¿Porque quién me iba a venir a buscar? Y él que me dice: “ahí está una señora que dice que es tu parienta”. Yo le digo que me la muestre, pues. “No creo que la conozcas”. Pero abrió la puerta y me la mostró.

Fue ahí que vi a doña Menche. El policía me empujó hasta el cuarto y nos dejó solas. “Vengo a sacarte”, me dijo. “He puesto mucha lana para poder sacarte, me han creído de que soy tu parienta, te voy a llevar para Tapachula, a mi casa”. Yo lo primero que hice fue que me le tiré a los pies de doña Menche y me puse a llorar. No, sólo ahí fue que me puse a llorar, antes me estuve aguantando. Me levantó y me dijo que me fuera a bañar y me dio unas mudas que había traído. Así fue que conocí a doña Menche, ni su nombre me dijo, ya en el carro, fue que me dijo, que la llamara doña Menche y me dijo que su marido se llamaba Ambrosio. El nos había estado esperando, sentado en el carro.

A Tapachula llegamos antes de que anocheciera y yo sentía un nosequé en el pecho, era como una alegría, pero como roma, tal vez algo presentía. La casa de doña Menche era grande, un jardín en medio de los cuartos. Ella ocupaba solo una parte de la casa. La otra, los otros cuartos los alquilaba, los cuartos que daban a la calle. Ella entraba a su casa por el zaguán, allí metía el carro. Los inquilinos no tenían derecho de salir al patio. Nunca vi a ninguno. Así que no sé quienes vivían en los cuartos. Luego estaba el altillo. Ella llamaba pensión al altillo. Ella me habló de la pensión bien después.

No, doña Menche nunca me puso la mano, ni don Ambrosio, va, él sólo después, cuando me enseñaba como le tenía que hacer en la pensión. Pero de oficio me pusieron desde el día siguiente, que barriera y que trapiara. ¡Qué iba andar reclamando nada! Si agradecida estaba, fíjese, pues. Ella, doña Menche, para todo era “por favor”, que por favor alcánceme esto, que por favor alcánceme lo otro, que por favor vaya a lavar los trastos, que por favor vaya a colgar la ropa, todo era por favor. Pero no me dejaba parar, eso sí, nada de andar sentándose una. Yo no decía nada, a veces pues, ya cansada me le quedaba viendo y era entonces que siempre me sacaba en cara que había puesto mucha lana para sacarme de chirona, que si quería volver, allá yo que viera.

Ya me estaba acostumbrando al oficio de sirvienta, lo único es que nunca me dio nada, vaya cuando iba a hacerle los mandados, bien justito me daba y de regreso a hacer las cuentas, que a cuanto te dieron esto y esto, así que cuando le daba el vuelto, pues lo contaba. Un día me faltaron dos centavos o cinco, ya ni me acuerdo. Ese día me dijo hoy te jodieron en el vuelto, hoy te quedas sin postre, rechula. Sí, esa era otra de sus manías, que rechula, que mi chulita, una hasta se ponía a pensar que ella lo quería a una. Ahora que me entero de que doña Menche era salvadoreña como una, hasta alegría me da que le pasara lo que le pasó. Si hubiera sido mexicana, otro gallo cantara, digo yo, pero entre paisanas no me entra, no cuadra. Ahora que les estoy contando, sigo pensando todo el tiempo, así que era salvadoreña, la muy cabrona.

Es que un día me llamó aparte y va y me dice: “Ahora le vas a dar gusto a Ambrosio”, me dijo, “él sabe preparar y así vas a estar lista para el trabajo de pensión. Porque con lo que haces aquí no vas a pagarme nunca lo que me debes”.

Fue así que me dijo, francamente no le entendí. Porque don Ambrosio nunca me había pedido nada, yo creo que ni se fijaba en mí, quien sabe si por detrás se me quedaba viendo, pero si es cierto, sabía disimular. Como me le quedé viendo, va y me dice, “no se me haga, si ha entendido”. ¿Quién sabe cómo fue que se me ocurrió? Y le voy diciendo: “si es así, saquemos cuentas, cuánto le debo y cuanto me debe por el servicio”. Ella como si ya lo estaba esperando. “Si hacemos la cuenta, no te conviene, sólo con el techo y la comida ya estás paga, me debes la ropa de cama y las mudas. Pero eso te lo regalo. Voy a redondear, cuando ya me hayas pagado 25 mil pesos vas a quedar libre, pero te voy a ir cobrando por el cuarto y la ropa de cama, mi chulita”. Me resigné, bueno, lo que quiero decir, es que me mordí los labios para no llorar. Porque yo la quería a doña Menche, yo bien pude hacerle jarana en las cuentas y bien sabía donde guardaba el pisto, pero nunca le agarré nada, ni para un helado, para nada, me conformé siempre con lo que me daba. “¿Y cuánto por el cuarto?”, le pregunté. “Te lo voy a dejar en ochocientos pesos, al mes”, me respondió. Y yo que voy y le digo: “con la comida, pues”. Doña Menche se puso a reir y me dijo: “Con la comida, mi chulita, con la comida”.

Don Ambrosio, pues, cómo decirlo, no creo que le guste. Es como su oficio. Hasta cuando me pegó, lo hizo porque yo no gritaba, ni suspiraba. Todo me lo fue enseñando, como si fuera un maestro de escuela. Me hacía repetir las reglas: “nunca sin condón, ni conmigo, ni con nadie, cada pedido tiene su tarifa, la “ocupada simple” a tanto, si el cliente tiene su capricho que pague”. Si, la ocupada es con la ropa y los zapatos, una sólo se baja los calzones, le pone el condón al cliente y ya está. Me lo explicó, que había los que no podían coger si una se quedaba con los zapatos, “pues que paguen”, me dijo. “Si te quieren ver los pechos, que paguen”. “Todo tiene un precio”, me dijo. “Tú puedes cobrarlo todo”, me repetía. Y lo primero era que ni los calzones me bajara sin el billete en el cajón. Con todos, primero, el billete y lo segundo, el condón. “Y si hay problema un grito basta y aparece Julio. Pero nunca hay problema, a los que vienen no les gustan los relajos”.

Yo pasé con él unos diez o quince días, hasta que gritaba y suspiraba, como me lo había enseñado. El me decía: “la puta tiene que gritar y suspirar, como si le gustara, así el cliente se va lueguito y te deja tranquila, le dices que papayito, vengase nomás y el muy pendejo se las cree y se va con toda le leche pa fuera y esos son los que más vuelven”.

No, a don Ambrosio nunca le pagué nada, no. Al Julio, todas le pasábamos un porcentaje. Eramos seis putas en la pensión. Si pues, todas salvadoreñas. Pues la mayor era la Cristina, tendrá sus veinticinco años. No creo que supieran que doña Menche fuera paisana, no, no creo. No, pues, se lo repito, nunca le di nada a don Ambrosio, ni las otras.

Sí, lo que fue es que le pagué todo a doña Menche, bien rápido, por lo menos ella se rió mucho cuando le dije: “ya estuvo”. Si pues, en tres meses o algo así. Lo que pasa es que don Ambrosio me dijo, “tú puedes cobrar a quinientos la “ocupada” y sin zapatos le pides al cliente cien pesos más. Ya vas a ver, así les gusta, si te dejas por tresientos, ni vuelven”. A todo me le puso precio. Puesi, si una está para eso, para lo que el cliente pida, pero que pague.

No pues, de salir, no salíamos, ahí nos quedabamos en la pensión, sólo de vez en cuanto, los domingos, pues salíamos todas juntas o a veces nos ibámos por pareja. Los clientes llegan a cualquier hora, de mañana o de tarde, pocos te piden quedarse por la noche. Por la noche eran ochocientos pesos y el que cobraba era el Julio, para que no nos jodieran. No, nunca se quedó con más el Julio, sólo con lo convenido. Pero son pocos los que te piden quedarse toda la noche. Y a esos les cobrás todo. Es que los ochocientos es por las ocupadas, pero si te quiere ver desnuda o algo más, pues llamamos al Julio y él cobra. Pues como le digo, lo que quisieran.

Bueno, lo que pasa que al principio sí que había quien le gustaba quedarse por las noches conmigo. Tuve tres clientes de esos, los primeros meses, pues son ellos los que le pagaron a doña Menche, pues después de cada ocupada, me volvía a vestir y a poner los zapatos. Pues luego, no sé si ya no les gustó. Don Ambrosio me dijo que yo me había dejado hacer de todo sin cobrar y que por eso se fueron, pero no es cierto. Tal vez se me olvidaba gritar y suspirar... Ahora me da risa.

No, después de los primeros diez o quince días que me pasé encerrada con él, nunca vino conmigo. Si hubiera querido, pues yo me hubiera dejado, porque por último me fue tratando con cuidado. Y cuando se puso duro, pues fue para que aprendiera. Al principio si que me daba asco. No, no fue nada fácil aprender, fue muy duro. Cuando doña Menche lo llamó y le dijo: “ya está todo hablado, ahí la tienes”. Don Ambrosio no dijo nada, me miró y se volvió a su cuarto sin hablar, ni nada. Yo pensé que no había entendido y me quedé así nomás, parada en medio de la cocina. Al rato volvió y me llamó. Ahí fue que yo me puse a llorar, bien bajito, pero no quise que me vieran las lágrimas y bajé la cabeza y entré en su cuarto. El estaba sentado en una silla. Comencé a desvestirme y ahí nomás me dice: “no, quedate así, vestida, eso es lo primero que vas a aprender, una puta no se desviste así porque sí”. Yo me sintí como aliviada, aunque me ofendí porque me llamaba puta. Me hizo señas de que me acercara. Me tomó de la mano y me sentó en sus piernas, vaya, no sentí brusquedad, pensé que si me hubiera resistido, tal vez me dejaba. Pero también pensé que si me resistía, me iba a pegar. “No tengas miedo”, me dijo. “Primero vamos a hablar, luego ya veremos cómo le hacemos”. Le contesté: “vaya pues”.

“¿Eres virga?”, lo dijo así, como si me preguntara el nombre. Le contesté con la cabeza. Me pareció que se sonrió, no sabría decirlo, pero su cara cambió. “Mira esta caja, estos son condones”, dijo. Sacó una bolsita plateada, la rompió y sacó el condón. “Esto es lo primero, el condón, eso es lo primero, sin el condón no se coge, no se mama, no se hace nada sin el condón”. Su modo de hablar ya no era el mismo. Porque hasta allí su voz había sido como normal, cuando me habló del condón, ya allí fue de otra manera. Se puso serio, a mí su mirada entonces me dio miedo. Me hizo repetir, yo repitiendo casi me pongo a llorar. Me hizo repetir varias veces, “esto me lo vas a repetir todos los días, llorando, riendo o como te dé la gana, pero lo vas a aprender”. Como al tercer día me preguntó: “¿Y el condón para que sirve?”. Pues me le quedé viendo y no supe qué decirle. “¿Has oído hablar del sida?”. Otra vez le contesté con la cabeza. “Bueno, para eso, para que no te dé y aunque te quieran dar miles de pesos, por nada, porque mejor seguir de puta toda la vida que muerta, metete eso en la cabeza, con el sida hasta las putas se mueren”. Vaya a mí no me gustaba que me tratara de puta. Para todo tenía la palabra en la boca. Ahora, yo misma me trato de puta. No, hasta ese día no me había hecho nada. Bueno, lo que pasa es que los dos primeros días no me hizo nada. La primera noche dormimos juntos. Los dos vestidos, me obligó a quedarme con los zapatos. Vea hasta ahora me duermo con las sandalias puestas, eso me lo enseño él.

No, yo ya no volví a salir de su cuarto, ni doña Menche se asomó, durante todos esos días no la vi a ella, él se quedó todo el tiempo conmigo, él salía por la comida para los dos. Si la puerta estaba trancada, pero yo al principio ni me acerqué, por miedo, ya luego, cuando abrió la puerta y llamó a doña Menche y le dijo: “ya está lista”, sentí como una puñalada, sentí como si estuviera traicionándome. Pero era cierto ya estaba lista, porque me aguanté y salí del cuarto. “¿Cuándo comienzo?”, le pregunté a doña Menche. Me hizo señas para que la siguiera. Subimos por una escalera y me llevó al cuarto, me dió las llaves. Pero el cuarto nunca lo cerrábamos, para que Julio pudiera entrar cuando lo llamaramos. Bueno, yo nunca lo llamé, los clientes siempre me han pagado lo que les he pedido.

No, eso es cierto. Lo que pasa es que hace como unos cuatro meses, bueno quizá un poquito más, cuando no tengo a nadie en el cuarto, por las noches, don Ambrosio se viene conmigo y se queda a dormir. Si, vestidos los dos, él si se quita los zapatos, pero se queda vestido y se junta bien pegadito. Sí, ayer en la noche estaba conmigo. Le repito, nunca le he dado nada, ni me ha hecho nada. No, le estoy hablando de ahora, cuando se viene a dormir conmigo, se aprieta contra mí, pero como le digo, él se queda vestido y yo también y con las sandalias puestas.

Entonces, cuando me quedé con él encerrada en su cuarto, pues entonces quizás tenía unos quince años, pasaditos. Bueno, ahora voy para los diecisiete, como le dije. Si tengo como dos años de estar con doña Menche. Yo digo doña Menche, porque a ella si que me ha tocado que pagarle por el cuarto y por la comida. Luego me dijo que los veinticinco mil pesos no ajustaba lo que había pagado por mí y que si quería seguir ocupando el cuarto tenía que pasarle algo de lo que ganaba. Si, además del pago. Y quedamos en que le daba cuatrocientos pesos más por día. Al principio subían hasta diez por día, pero ahora no dejo que suban más que cinco y cuando uno se quiere quedar por la noche le subo el precio. Pues no les queda de otra. Si, tengo dos clientes de los que se quedan toda lo noche. Uno viene los viernes y el otro el domingo. Uno, el de los viernes, pues ese se va tempranito, a eso de la cuatro y media. El otro se duerme y me toca que despertarlo a las seis para que se vaya. Pues no sé cómo se llaman, pues una nunca le pregunta nada personal a los clientes, ni si tienen mujer, ni cómo se llaman. Una no pregunta nada.

Puesí que ya sé que doña Menche está muerta y que el único que está vivo es don Ambrosio. Yo sólo sé que don Ambrosio no fue, porque como le digo, se pasó toda la noche pegadito a mí, como las otras noches cuando no tengo cliente. Yo del Julio sólo sé que a veces se acuesta con la Cristina. Sí, fui yo quien la halló muerta. Bajé por el desayuno, vaya, como todos los días. Voy viendo el charco de sangre, cuando abrí la puerta de la cocina. Si, eso ya se lo conté al policía que vino a la pensión. Si, yo me fui corriendo para arriba a despertar a don Ambrosio. Fue él el que llamó a la policía.

Pues yo creo que don Ambrosio también se va con la Cristina cuando le dan ganas, porque con doña Menche tenían camas aparte, hasta cuartos separados tenían. Yo siempre supe que era el marido, de ahí, a saber si era sólo el chofer, ya de eso no sé. Sólo que yo siempre lo vi como el dueño de la casa. Que si estaban casados o no, bueno eso ya es otro cuento. Pues a mí nunca me contaban nada de eso. Cómo iba a saber que se habían casado con papeles falsos.

Pues le van a hacer juicio a don Ambrosio por lo que me hizo. Pero si yo ahora ni me quejo, pues ser puta me sirvió para cancelarle a doña Menche, es cierto que como no tenía para donde agarrar me fui quedando. Yo tengo mi pisto bien guardado, escondido lo tengo. Ya sé que no han encontrado nada en el cuarto. Ese pisto me corresponde. No, vaya se lo vuelvo a decir a don Ambrosio no le he dado nada. Así que creen que yo trabajaba para don Ambrosio.

Puesi, fue él el que me hizo puta. Vaya, pues me hizo puta para doña Menche. Que la que se aprovechó fue ella. Y lo que me hizo, me lo hizo porque ella se lo pidió. No, no le tengo miedo. Sí el abogado que vi dendioy me dijo que no tuviera miedo, que yo era inocente, más bien eres la víctima, me dijo. “Vas a estar protegida, eres menor”, que él va a arreglar lo de un hotel donde me voy a quedar cuando salga. Ya ve que no tengo miedo. Si todos me andan repitiendo que no tenga miedo. Esta vez ni me amarraron los policías.

Así que también voy a tener que contarle todo al abogado y al juez también. Y ahora a ustedes. Que eso se necesita para el juicio. Sí, ya vi que estamos entre mujeres. Pero lo que es de la muerte de doña Menche, pues de eso yo no sé nada. Yo sólo la encontré y luego subí a avisarle a don Ambrosio. Ahora lo de antes lo puedo contar todo. Como usté dice, todo, desde el principio. No, no sé me ha olvidado nada, no crea, eso sí que no se le olvida a una. Ni el miedo de entonces, ni el asco, ni nada. Que si no me molesta que graben, pues no, así lo cuento una sola vez. Vaya pues, ponga la grabadora.

Ya les conté lo del condón, vedá. Después de que le repetí lo que me había dicho, me paró y me dijo que me sentara en la silla, enfrente de él. “Vamos a aprender a poner el condón”, me dijo. Pues así decía siempre, vamos a hacer esto. Para todo decía vamos. Pero por lo general hablaba poco. Bueno, yo estaba sentada enfrente de él y el se desabotonó y se sacó el bolado. Y se puso a tocárselo. Hasta que se le enderesó. Abrió otra bolsita y me mostró como se pone el condón, se lo puso solo. Yo estaba llorando. Sin hacer ruido, pura lágrima, porque tenía miedo, me imaginaba que me iba a pegar si me veía llorar. El se quedó con el condón puesto. Y me vio llorar. “Ven”, me dijo. Yo creí que era para consolarme, pues le oí la otra voz y me le acerqué. “Quitame el condón”, me ordenó, de nuevo bien serio. Como no me animaba, me agarró una mano y me ayudó a sacárselo. Yo sentí nosequé, estaba temblando, ya allí me puse de nuevo a llorar. El como si no me oyera llorar. Me miraba bien serio. Yo bajaba la cabeza para no verlo. Como estaba cerca de él, me levantaba la cabeza y me hacia verlo, a los ojos. El tenía apretado su asunto con su mano. Luego me agarró la mano izquierda y me hizo que le apretara la pija. Es que lo que pasa que ahora ya no me da pena hablar así, me suena raro andar dando vueltas. Perdonen si las ofendo. El abrió otra bolsita y sacó otro condón. “Así es, los condones abundan, el remedio es el que no hay”, me dijo. Y me lo dio. “Ahora me lo pones, pónmelo arriba y luego lo bajas con cuidado, que no se rompa, porque entonces de nada sirve”. El me ayudó con su mano sobre la mía. Y así estuvimos hasta que se le bajó, le abré puesto y quitado como quince condones.

Luego me dijo que me fuera a sentar en la silla. Así estuvimos sentados frente a frente, el desabotonado, sin meterse la pija dentro del pantalón. Yo le miraraba la pija sin querer, por no verle la cara, bueno, es que me miraba feo. Entonces yo bajaba los ojos. Así estuvimos sentados buen rato. Hasta que me llamó de nuevo, con una seña. “¿Me la paras o me la paro yo?, me preguntó. “Usté”, le contesté. Así que de nuevo se puso a tocarse el traste, ya vieron ahora me salió “el traste”. Lo que pasa es que lo que les estoy contando, lo he soñado a veces, a veces como pesadilla y a veces como puro sueño.

“Esta vez tú solita, me pones los condones”, me dijo eso con la otra voz. Al sentirle esa voz se me alivió el pecho. Ya no estaba llorando, no. Pues dejé de llorar, sentada en la silla. Así pasamos toda la tarde, le ponía y le quitaba condones. Cuando se le bajaba me iba solita a sentar. Y al rato me hacía seña de que me acercara. Ya no me preguntaba si él o yo, solo se la paraba él mismo y yo me ponía a ponerle los condones sin que me lo pidiera, ni me lo ordenara. No sé cuánto tiempo estuvimos en eso. Hasta que me dijo “tengo hambre”. Salió del cuarto y trajo comida para los dos. Yo no tenía hambre, con miedo no da hambre. Me obligó a comer, bueno, agarró la cuchara y me daba la sopa, unas cuantas cucharadas me dió así. Luego me dijo que siguiera sola.

Para la noche me dijo que íbamos a domir en la misma cama. Eso me alivió, porque pensé que iba a ocurrir en la oscurana, sin que nos vieramos. Como les dije, yo ya estaba resignada y que don Ambrosio me cogiera, para mí era como una venganza contra la doña Menche. Cuando me vió que me puse a desvestirme me dijo que no, que me quedara así, que me metiera en la cama como estaba, con los zapatos puestos. Yo ya no le preguntaba nada. Así que me metí en la cama toda vestida. Ahí se me juntó y se quedó dormido. Yo me dormí hasta bien tarde, a veces me ponía a sollozar, pero como les digo, me quedé dormida.

Cuando me desperté, don Ambrosio ya había desayunado y me tenía listo el desayuno. El tenía un lavamanos en el cuarto, “si quieres, te puedes lavar”, me dijo. Me lavé y luego me puse a comer, era como si no me acordara lo del día anterior y en realidad en ese momento no era que se me hubiera olvidado, no, pero no lo tenía patente en la mente. Sólo cuando ya terminé de comer, me di cuenta dónde estaba, por qué y para qué. Pero ya no me dieron ganas de llorar, bueno, sí, cuando don Ambrosio me acarició la cabeza, así muy suavecito, entonces me dieron ganas de llorar. Pero luego ya me dijo: “vamos a seguir”. Se fue al armario y sacó la caja de los condones. Se volvió a sentar en la silla y me acercó. Esta vez sentí su mano fuerte, me apretó bien la muñeca. Cuando estaba cerca me dijo: “desabotóname”. Ya me había soltado la mano. No sabía qué hacer, estaba parada, bien cerquita de él y no me animaba a nada. Bien sabía que no podía salirme del cuarto, salir huyendo. Me puse a temblar de nuevo. “Desabotóname”, me volvió a decir con la voz que no me gustaba. Me dió miedo y me puse de rodillas y lo desabotoné, con mi manos temblando. “Sácamela”, me ordenó de nuevo con la misma voz. Ya la tenía medio tiesa. Se la saqué con cuidado, como para no hacerle daño, tenia miedo que si le doliera, me pegara. “Deje de tembladeras y agárrela con las dos manos, hasta que se me pare”, me dijo. Me agarró las manos y me mostró cómo. Ahí fue que supe que le iba a obedecer en todo. O quizá fue que pensé que lo mejor era obedecerle y que todo terminara pronto. No sé de dónde me salió la valentía y le pregunté “quiere que se la chupe”. “No, eso es para cuando esté entrenada y ya no tenga miedo como ahora”, me dijo con una voz fea, así como si fuera profesor. Viéndolo así, tan tranquilo, me daba más miedo. Porque con esa tranquilidad, bien me podía matar o pegarme. Sí, tuve miedo de que me matara. Yo empecé a mover las manos, como lo había visto hacer el día anterior, antes de cenar. Si, el día anterior se había volado la paja, con el último condón que le puse. Y fue ese el último que le quité. El me dijo que me estuviera quieta, que no moviera las manos. “Solo apriete”, me dijo. “Siéntala bien como palpita, como va creciendo, como quiere que sus manitas le pongan otro condón”, todo eso me lo dijo con una vocecita muy suave, bien acercadito a mi oido. Yo por el miedo no me había dado cuenta de que ya la tenía toda tiesa. Aflojé las manos y se la apreté de nuevo. Yo lo que quería era que terminara como el otro día. Yo entonces pensaba que los hombres solo una vez podían durante un día, creo que fue eso lo que me imaginé el día anterior, pues ya luego no hicimos nada. Y me puse a aflojar las manos y apretársela. “Ahora póngame el condón”, me dijo al rato. Me dió el condón que ya había preparado. Se lo puse sin su ayuda y se lo quité. El tenía ya otro preparado. Así de nuevo toda la mañana, igualito que el día anterior, con las mismas pausas. Sólo que esta vez, era yo quien se la paraba. Ya para el mediodía se volvió a hacer la paja y esperó que le sacara el condón.

Esta vez yo también tenía hambre. Así que comí el almuerzo, comimos en silencio. Yo entonces pensaba sólo en que me cogiera y que se acabara todo. Después de comer se echó en la cama. Yo me quedé sentada, esperando que me llamara o que me dijera algo. Bien al rato me llamó, me di vuelta y lo vi sentado en la cama. Me acerqué y me dijo “súbase la falda”. Me bajó los calzones, suavecito los fue bajando. Yo con la falda en las manos, cubriéndome la cara. Apretaba los labios y me los mordía. El empezó a tocarme, suavecito por el vientre y bajaba y me tocaba abajo, muy suave, me metía la mano entre las piernas, pero no me metía el dedo, ni nada, sólo me iba pasando la mano. Empecé a sentir que el corazón me iba a explotar, me daban ganas de abrir las piernas, pero como tenía los calzones en las rodillas no podía. Yo fui sintiendo que me corría entre las piernas un líquido, creo que era el sudor o tal vez fuera otra cosa. Así me estuvo acariciando como una hora. Me subió los calzones y me dijo que me bajara la falda. Francamente, ya no sentía asco, estaba sólo resignada, esperando que llegara la hora. Yo me di cuenta de eso, de que me había puesto a esperar a que me lo hiciera de una sola vez. Me dijo que me acostara boca arriba. El se sentó al borde de la cama. Me dijo que cerrara los ojos. Entonces pensé que ya era la hora. Me tomó la mano y me la acercó a mi vientre y me puso a que me acariciara yo misma. Me soltó la mano y yo me paré de acariciarme y me dijo que siguiera, que quería ver lo que más me gustaba. Como no hacía nada, me volvió a tomar la mano y de nuevo me fue guiando, me acariciaba sobre los calzones, pero yo iba sintiendo todo, él me soltó la mano y esta vez seguí solita, hasta que sentí que tenía mojados los calzones. Me dijo que me quitara los calzones. Ya tenía los ojos abiertos. El había estado viendo como me tocaba yo misma. Agarró los calzones y se los llevó a la cara, para olerlos. “Está rica la guayabita”’, dijo. Yo me había quedado en la cama y lo miraba sin rencor, sin odio, esperando que me diera alguna orden. Pero el se fue a sentar a la silla, en silencio. Al rato me preguntó “me la quiere mamar ahora”. Le dije que no. Estaba como hastiada, cansada tal vez, porque mis propias caricias, me habían gustado y me habían cansado, además me sentía mala. “Bueno, entonces venga a ponerme condones”, me dijo en ese su tono agresivo. Me di cuenta que se había enojado por mi negativa. Me paré y como vi que ya la tenía afuera y bien tiesa, me puse a ponerle los condones. Yo no tenía los calzones puestos. Fue ahí que fui sintiendo gusto tocársela, sentía que de nuevo se me humedecía. Yo quería que me tocara de nuevo, pero me contuve y me quedé callada.

Ese día me pegó una cachetada. Si, es que ya cuando se estaba haciendo tarde, me dijo que le hiciera la paja. El tenía el condón puesto. Yo empecé con mi mano a subir y bajar. El me decía que apretara más, sin miedo, el puso su mano encima de la mía y me puse a apretársela como le gustaba. “Pero hábleme”, me gritó. Yo no sabía que decir. Me dió un pescozón. Yo le solté la pija. Me dió otro pescozon y me dijo que se la agarrara. Se la agarré de nuevo, yo estaba de rodillas, se la agarré como me había enseñado. “Dígame papasito chulo, vaya, digame eso”, me dijo con su vocesita. Me puse a repetir, pero sollozando. Pero no se venía. Ya había dejado de decirle “papasito chulo”, pero luego sentí que me iba a golpear y me puse a decirle lo mismo, pero sin llorar. “Más fuerte”, me dijo “hágame más fuerte”. Ahí terminó. Yo me sentí como aliviada.

Yo me acuerdo bien de todo, día por día, con todos los detalles. De eso me acuerdo bien, de todos esos días que pasé encerrada con don Ambrosio. Ahora con los clientes se me olvida todo, hasta sus caras se me olvidan. Mientras que lo que don Ambrosio me fue haciendo se me ha quedado aquí en la mente bien grabado. Pero eso es lo raro, no le siento rencor. Eso es lo raro. Fíjense que no me da cólera ahora mismo que les estoy contando a ustedes. Claro que se aprovechó de mí. Yo no lo niego. ¿Qué si me sentía humillada? Pues lo que sentía era miedo y vergüenza. Además me sentía mala. Porque si fuera buena, me hubiera dejado matar. Eso fue lo que pensé los primeros días, ya luego yo ya no pensaba en nada, peor que una perra, ya ni me hablaba, a puros gestos y a pura mirada me daba órdenes. Y cuando no atinaba me daba un pescozón.

Yo creo que al principio si lo odiaba, bueno los primeros días, pero es que el miedo no me dejaba sentir el odio, tal vez por eso se me ha olvidado. Creo que nunca lo odié de veras, porque me dejaba llorar, nunca me golpeó porque me pusiera a llorar y así llorando se me fueron secando las lágrimas y ya cuando ya no lloraba, entonces me sentía más mala todavía. No, no creo que se me vaya a olvidar nunca esos días que pasé encerrado con él, usté me lo dice para consolarme, pero yo no creo, porque es cierto que me ensució por fuera y por dentro, pero también me fue sacando la basura que yo traía adentro.

5 de Septiembre de 2004

 
Blog asistido por YoHagoWeb, el blog de las chapuzas para webmasters principiantes