No conocí
personalmente a Víktor Borísovich Shklovski (1893-1984), me hubiera
gustado mucho, me lo imaginé siempre jovial y buen platicador. En
muchos de sus artículos se oye su voz. En estos días me puse a
releer sus “Obras escogidas” (en dos tomos), que publicó tres
años antes de su muerte. En uno de sus artículos nos habla de la
representación del espacio en el arte, nos entrega un recuento de
las discusiones que suscitaron las distintas formas de figurar la
perspectiva, como algunos la consideraron falsificadora de la
realidad y otros como la verdadera forma de darnos una auténtica
representación de lo que miran nuestros ojos. Las discusiones
actuales despuntan desde la Grecia antigua pasando por el medioevo y
el Renacimiento. En ningún momento su erudición nos agobia, ni nos
aplasta, pues es muy comedido en los detalles y nos ofrece justo lo
necesario para que nos hagamos una idea de la profundidad temporal
del pleito sobre como representar el espacio en el arte.
Viktor
Borísovich Shklovski fue uno de los fundadores del OPOYAZ
(Óbshchestvo izuchéniya Poetícheskogo Yazyká —Sociedad para el
estudio del lenguaje poético—) y también del Círculo de Moscú
(al
que pertenecieron entre otros Nikolái
Trubetskói
y Román Jakobson).
Las
principales ideas del formalismo ruso surgieron de estas asociaciones
de científicos y críticos literarios. Shklovski es el inventor del
concepto del “extrañamiento”, que muchos usaron sin referirse a
su creador.
En el inicio del
artículo del que hablo, Viktor Borísovich nos demuestra algo que
una vez dicho por él se nos vuelve una evidencia: “La obra
literaria o un cuadro que se refieran a nuestra época o que sean
habituales para nuestra percepción casi no los captamos en su
convencionalidad. Miramos el cuadro dibujado en una perspectiva y no
solo adivinamos, sino que vemos la disposición entre sí de las partes
y sabemos cuál objeto está detrás de cual otro. Experimentamos lo
mismo que nos pasa en una conversación en nuestra lengua materna.
Nosotros no percibimos ni el diccionario, ni las reglas gramaticales:
este fenómeno se produce porque nosotros “sabemos” la lengua”.
En el arte figurativo
griego, por ejemplo, un diseño en una jarra, las figuras no se
entrecruzan, están dispuestas en un espacio fácilmente perceptible,
aunque no en nuestra perspectiva a la que nos hemos acostumbrado en
los cuadros de nuestros pintores. Se trata de otra convención, ajena
para nosotros, que notamos menos, porque está ejecutada no sobre un
plano y ha sido creada como un adorno de un objeto decorativo. Los
griegos sabían, como nosotros sabemos, que los objetos con la
distancia se achican, esto no es solamente una particularidad de
nuestra vista, sino que también una costumbre aprendida, es así
como nosotros dibujamos. Al mismo tiempo los griegos sabían, como
nosotros lo sabemos que los objetos en la realidad siguen siendo del
mismo tamaño.
La excursión por el
espacio representado en el arte es larga, se adentra en los dibujos
infantiles, incluso uno analizado ni más ni menos que por Serguéi
Eisenstein y otro ejemplo sacado de un cuento de Antón Pávlovich
Chéjov, “En casa” (Дома). Nos ofrece una descripción muy
aguda de las convenciones de la pintura icónica. Analiza como el
cine nos muestra su propia perspectiva y la manera de guiarnos para
que no nos extraviemos en la interpretación. Una observación que me
llamó mucho la atención, es la transformación de planos y
perspectivas del cine mudo al hablado. Invito a los que puedan
comparar que lo hagan y que saquen sus conclusiones.
No
puedo detenerme en todo, no obstante me han fascinado dos ejemplos
literarios, el primero es el de Chéjov, sobre todo por la réplica
del niño a la observación de su padre. El niño ha dibujado una
casa y un hombre, el techo de la casa le llega al pecho del
personaje. El padre le dice a Seriozha, así se llama el niño, “Una
persona no puede ser más alta que una casa”, Seriozha una vez que
ha vuelto a mirar su dibujo le objeta a su padre, “Si dibujas más
pequeño al soldado, no se le podrán ver los ojos”. “¿Era
necesario rebatirle? De sus diarias observaciones sobre su hijo, el
procurador se persuadió de que los niños como los salvajes tienen
sus propios modos de ver y sus exigencias particulares, inaccesibles
para los adultos”. Shklovski nos dice que “los niños tienen su
propia jerarquía que es objetivada, incluyéndola en sus dibujos.
“Esto no ha cambiado hasta hoy, a pesar de que los niños vean
cuadros, fotos, cine y televisión”. Luego agrega que “los niños
dibujan en base a una jerarquía significante del detalle del
objeto”.
El otro episodio también viene de la
literatura rusa: “Taras Bulba”, Gogol describe el paso de los
cosacos por “la infinita, oleada, desértica y hermosa estepa”:
“Una sola vez Taras les mostró a sus hijos el pequeño punto que
ennegrecía en la remota hierba, diciéndoles: “¡Miren,
muchachos, he allí va cabalgando el tártaro!”.La cabecita con los
bigotes fijó en ellos abiertamente sus ojos estrechos, olfateó el
viento, como un galgo, y como el azufre se esfumó, al ver que los
cosacos eran trece personas”
El tártaro es un contrincante de
Taras. El cosaco, en los hábitos mismos del jinete, ve la diferencia
de su propio modo de montar, comenta Shklovski y prosigue, “al
reconocer al jinete termina de pintarlo con los invisibles “bigotes”
y sus “ojos estrechos”. “En la literatura a su manera se
destacan los centros axiales evocando su recuerdo metonímicamente, o
sea recordando señas o rasgos ligados por contigüidad”.
Observaciones y apuntes como estos
abundan en los escritos de Viktor Borísovich Shklovski. Durante mis
estudios en la Universidad Patricio Lumumba en los años sesenta se
había dejado de nombrar a los formalistas, no sólo en nuestra
universidad, sino que en general. Compartí durante dos días varias
horas de amenas charlas con el gran poeta chileno, Gonzalo Rojas.
Vino a Moscú a impartir charlas en la Universidad Lomonosov sobre
teoría literaria. En una de nuestras charlas me expresó su enorme
sorpresa de que en Rusia se tuvieran en el olvido a los formalistas
rusos. Me dijo que en sus cursos en la Universidad de Concepción
eran de obligada mención y estudio. Ya en los años setenta o
incluso a finales de los sesenta se volvieron a oír algunos nombres
y a reeditarlos. El nombre de Viktor Borísovich Shklovski me era ya
entonces familiar por algunas crónicas literarias que solía
publicar en el semanal “Literaturnaya Gazeta” (familiarmente los
moscovitas decían “literaturka”). Supe muchos años después que
vivía no lejos, no muy lejos de la Plaza Pushkin, o sea que bien
hubiéramos podido cruzarnos por aquella ancha calle que entonces se
llamaba “Perspectiva Gorki”.
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