Hace ya muchos años una tarde escuché por primera vez esta aria, fue por la radio y la cantaba Mario Lanza. No sé cómo explicarlo, pero sentí que algo le faltaba a la interpretación del que acababa de figurar en una película protagonizando al gran Enrico Caruso. Ignoraba entonces que existían otras interpretaciones, ignoraba todo de la opera. Traté de expresarle a mi padre mis sentimientos sobre lo que acababa de oír. Unos días después mi padre me llamó, me sentó en una taburete bajo y me dijo:
—Escuchá lo que viene.
Por la radio salieron los chirridos de un disco que parecía rayado y luego se impuso la música y de repente la voz de Caruso, cantando “Una furtiva lagrima”. Mi emoción fue grande, algo inexplicable y profundo. Luego pasaron unas canciones napolitanas interpretadas por el más grande tenor de todos los tiempos.
También ahora soy incapaz de poner en palabras la substancial diferencia entre las dos interpretaciones, la de Lanza y la de Caruso. Es la voz, por supuesto. Pero en esa voz hay un dramatismo que me agarra por las tripas. En mi casa nunca tuvimos un tocadiscos. Para oír discos iba a casa de mis primas o a la Radio “Tropical”, donde me permitían entrar y salir a mi antojo. Fue solamente en Moscú que pude comprarme un tocadiscos y elegir la música que quería escuchar. Fue pues con esa escasa cultura musical que me puse a escudriñar a los grandes músicos europeos. Fui descubriendo los nombres y sus composiciones casi al mismo tiempo. Nadie me explicó en qué consiste una sonata, ni una fuga, ni una sinfonía. Compraba los discos a partir de las conversaciones que escuchaba entre mis compañeros de la Universidad, sobre todo chilenos y argentinos. Pronto fui al Bolshoi a oír una opera de Nikolai Rimsky-Korzakov, “Sadko”. Me impresionó todo el aparato de la puesta en escena y me quedé apabullado. Volví muchas veces al Bolshoi, los estudiantes de la Universidad “Lumumba” tuvimos el privilegio de poder comprar sin cola de espera entradas para una cantidad ilimitada de espectáculos de las principales escenas moscovitas. Privilegio que aproveché. Asistí a muchos conciertos en la Sala Chaikovski (la del Conservatorio), fui al teatro experimental de la Taganka, al Teatro Artístico, en el que se estrenaron las piezas de Anton Pavlovich Chejov.
Fue ya en París, cuando una noche escuchando la radio France-Musique, descubrí la interpretación de “Una furtiva lagrima” de Beniamino Gigli. Dos horas y media en la que narraron la vida de este tenor y sus mejores interpretaciones. Las grabaciones eran de los años treinta, pero ya existían las técnicas para depurar las grabaciones de todos los parásitos dejados por el tiempo. De todas las interpretaciones que he escuchado de esta pieza, es la de Gigli la que prefiero.
—Escuchá lo que viene.
Por la radio salieron los chirridos de un disco que parecía rayado y luego se impuso la música y de repente la voz de Caruso, cantando “Una furtiva lagrima”. Mi emoción fue grande, algo inexplicable y profundo. Luego pasaron unas canciones napolitanas interpretadas por el más grande tenor de todos los tiempos.
También ahora soy incapaz de poner en palabras la substancial diferencia entre las dos interpretaciones, la de Lanza y la de Caruso. Es la voz, por supuesto. Pero en esa voz hay un dramatismo que me agarra por las tripas. En mi casa nunca tuvimos un tocadiscos. Para oír discos iba a casa de mis primas o a la Radio “Tropical”, donde me permitían entrar y salir a mi antojo. Fue solamente en Moscú que pude comprarme un tocadiscos y elegir la música que quería escuchar. Fue pues con esa escasa cultura musical que me puse a escudriñar a los grandes músicos europeos. Fui descubriendo los nombres y sus composiciones casi al mismo tiempo. Nadie me explicó en qué consiste una sonata, ni una fuga, ni una sinfonía. Compraba los discos a partir de las conversaciones que escuchaba entre mis compañeros de la Universidad, sobre todo chilenos y argentinos. Pronto fui al Bolshoi a oír una opera de Nikolai Rimsky-Korzakov, “Sadko”. Me impresionó todo el aparato de la puesta en escena y me quedé apabullado. Volví muchas veces al Bolshoi, los estudiantes de la Universidad “Lumumba” tuvimos el privilegio de poder comprar sin cola de espera entradas para una cantidad ilimitada de espectáculos de las principales escenas moscovitas. Privilegio que aproveché. Asistí a muchos conciertos en la Sala Chaikovski (la del Conservatorio), fui al teatro experimental de la Taganka, al Teatro Artístico, en el que se estrenaron las piezas de Anton Pavlovich Chejov.
Fue ya en París, cuando una noche escuchando la radio France-Musique, descubrí la interpretación de “Una furtiva lagrima” de Beniamino Gigli. Dos horas y media en la que narraron la vida de este tenor y sus mejores interpretaciones. Las grabaciones eran de los años treinta, pero ya existían las técnicas para depurar las grabaciones de todos los parásitos dejados por el tiempo. De todas las interpretaciones que he escuchado de esta pieza, es la de Gigli la que prefiero.
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