Siempre he pensado que nuestra vida se juega por la casualidad de un encuentro o de un desencuentro. He visto destinos que cambian de rumbo porque alguien estuvo allí, en el momento justo. No quiero decir que sean solamente los encuentros los que le dan un viraje brusco a nuestras vidas, a veces, se me antoja, se trata de una lenta, paulatina acumulación de pequeñas cosas que nos ocurren que van ladeando nuestras vidas.
Hace unos días sostenía una conversación con un amigo. Le dije algo sobre los jesuitas, no recuerdo exactamente qué. Pero venía en nuestra conversación pues convenimos que esta congregación tiene en nuestra vida política y económica una influencia que va mucho más allá de su importancia numérica. Ellos muy cristianamente se dedican a darle educación a los ricos de nuestro país y los preparan para manejar sus asuntos o los asuntos de los aún más ricos que ellos. No sé si se han propuesto desafiar el adagio de Cristo, “Es más fácil que un camello...”. En realidad esto me está alejando del tema... Lo que quería contarles es un encuentro con un cura jesuita en París a finales de los años sesenta.
Acababa de llegar a París, sin mucho encima y los bolsillos totalmente vacíos. No hablaba ni una jota de francés. Llegaba de Moscú. Mis últimos días en Moscú los pasé en la calle Petrovska, en el numero 38. Se trata de una prisión, una antesala de largos viajes. En otra ocasión les daré detalles. En todo caso, salí de esa cárcel escoltado y las manos vacías. No tenía petate donde caerme muerto o por lo menos para echarme a dormir algunas horas en paz. Resulta que comencé a hacerme de amistades, de las que se presentaban, de todo tipo, de las que deambulaban en el famoso Barrio Latino. Muchos me sirvieron de guía, algunos me ayudaron a vestirme, otros me indicaban donde se podía comer barato o eventualmente gratis, algunos me indicaron alguna dirección para un trabajo eventual. Mi pasaporte estaba ya vencido, no daré detalles sobre esto, lo contaré también, se trata de la mesquindad del cónsul de entonces Gallegos Valdez. Pero esto después, si se me olvida, dentro de algunos meses pueden recordármelo. El caso es que andaba pues buscando como regularizar mi situación en Francia. Algunos me aconsejaban pedir asilo, no lo hice entonces. Un amigo colombiano, un pintor recién llegado me contó como resolvió su problemas para obtener la famosa “carte de séjour”. Pues se había inscrito en la Escuela de Altos Estudios, en la sección de Bellas Artes y con esos papeles había ido a la Prefectura. Se propuso acompañarme a alguna universidad.
Todas las inscripciones universitarias estaban cerradas y de todos modos era menester una preinscripción. Fuimos pues a la Escuela de Altos Estudios, la mayoría de departamentos había cerrado inscripciones, quedaba sólo una sección que me venía al pelo, en la sección de Teología encontramos un curso sobre “Cristianismo bizantino y eslavo”. Rellené los formularios y me puse a esperar. La respuesta llegó casi al día siguiente, al 10 rue de l’Odeon. Había ahí una oficina de ayuda e información para los latinoamericanos. Uno podía además dar esa dirección y el empleado te guardaba la correspondencia. Solía pasar por las tardes, hablaba con el empleado y los otros muchachos que venían a buscar sus cartas sin el cheque esperado. Cuando llegó Gerardo (el pintor colombiano), ahora reside en Bélgica, le entregué los papeles y me explicó que con esos certificados tenía que ir a la Prefectura de París. Pero había un enorme “pero”. Resulta que la Prefectura exigía presentar un justificativo bancario u otro que atestiguara que uno era solvente. Pues ya estaba resignándome a entrar en clandestinidad. Mientras hablábamos, entró un señor que se puso a leer unos diarios. Era un cura. Había oído toda mi historia. Se me acercó y me dijo que podía tal vez ayudarme a resolver el asunto. Se presentó como el capellán de los latinoamericanos de la Compañía de Jesús. Me dijo que lo acompañara hasta su oficina que quedaba a algunas cuadras. Su español era correcto, tenía un ligerísimo acento.
En su oficina me explicó su plan. Te voy a dar una carta para la prefectura, voy a poner que nosotros te damos una beca de tanto y tanto, una suma que los va a satisfacer. Pero entre nosotros sabemos que no existe tal beca y que vas a tener que arreglártelas como puedas... Se trata de una mentira piadosa. Evidentemente acepté su propuesta.
Al día siguiente fui con Gerardo y otros amigos que querían acompañarme a la Prefectura. No estaban seguros que eso diera resultado. Querían por lo menos servir de testigos, por si acaso. Le entregué todos mis papeles, mi inscripción regular para un doctorado en Teología y la beca de la Compañía de Jesús. La señorita me pidió que me sentara a esperar. Gerardo estaba extrañado, pues generalmente había que volver al día siguiente. Estaba inquieto, pensó que habían detectado la maniobra. Pero al rato, unos quince minutos después, la misma señorita me llamó muy amablemente:
—Padre, acérquese, aquí le tengo ya lista su “carte de séjour”. Firme aquí padre.
Le sonreí angelicalmente, muy sacerdotal. Es lo que me imagino. Y salí con mis amigos de la Prefectura con mi flamante documento de residencia temporal. Luego cuando eso se supo en detalles en el Barrio, se les ocurrió ponerme de apodo, “monseñor”.