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lunes, 17 de septiembre de 2007

La norma como base de nuestra libertad

Por Carlos Abrego

Resulta extraño que la libertad individual se asocie a la ausencia de ley o que la ley se considere como algo que pone en entredicho la realización del individuo. Hace algunos años un ensayista francés que tuvo fama mundial y que ejerció su autoridad durante algunos lustros y que comienza hoy a olvidarse, me refiero a Roland Barthes, hablaba del “carácter totalitario del lenguaje”. Esto porque el maestro ginebrino Ferdinand de Saussure en su “Curso” sostiene que un individuo es incapaz de cambiar voluntariamente el sistema lingüístico y que existe un nivel en el que apenas si puede tomar una iniciativa o mostrar su creatividad, se refiere al nivel fonológico.

Este subsistema —el fonológico— lo aprendemos sin darnos cuenta y lo usamos tan inconscientemente que apenas si somos capaces de analizarlo sin una previa preparación teórica. Sobre el resto de niveles, aunque también se aprenden de manera inconsciente, podemos con mayor facilidad ejercer nuestra intuición analítica. Sin embargo aún en el campo fonológico no se pierden los factores personales, individuales. Incluso el timbre puede usarse como un identificador, como lo son las huellas dactilares. Nuestros interlocutores nos reconocen, pueden identificarnos, saben determinar nuestro sexo, tal vez la edad y en algunos casos nuestro origen. Hay oídos de tal acuidad que son capaces de determinar el barrio del hablante por la simple entonación. Aunque este aspecto ya no es tan individual. Pero si queremos comprender el funcionamiento del sistema fonológico debemos poner de lado lo más personal de los hablantes y contentarnos de lo que es general, de lo estrictamente necesario para entendernos, de los rasgos distintivos que configuran los fonemas. Sucede, en esto, un proceso complejo de abstracción, en que lo esencial son apenas ciertos contrastes, las famosas oposiciones de las que habló Ferdinand de Saussure, detalladas por primera vez por N. S. Trubetskoy (1980 1938) en sus “Principios de Fonología”.

En el párrafo anterior he mencionado de alguna manera dos fenómenos distintos, uno que queda al exterior del lengua propiamente dicha y el otro que es la base de su funcionamiento. J. Baudouin de Courtenay (1845 – 1929), lingüista ruso-polaco, en realidad polaco que impartió sus cursos principalmente en universidades rusas, Kazan y San Petersburgo, fue uno de los primeros en proponer el estudio de estos fenómenos por separado, por dos “fonéticas descriptivas” distintas, una la que se encargaría de los sonidos en tanto que tales, es decir, considerados en su aspecto físico y su producción fisiológica y la otra en tanto que “señales fónicas empleadas para fines de intercomprensión al interior de una comunidad lingüística”. En estos planteamientos se sobrentiende ya el concepto de fonema. Esta última fonética descriptiva ha recibido el nombre de “fonología”.

Pero los hablantes no están restringidos en sus elecciones únicamente en el nivel fonológico. Es necesario que sus selecciones léxicas se realicen en el “tesoro léxico” que el hablante mismo y su interlocutor tienen en común. Los neologismos son relativamente raros. También sus construcciones sintácticas deben hacerse al interior del repertorio de sintagmas de la lengua. ¿Esto implica obligatoriamente que el individuo sea un ente lingüísticamente oprimido y que viva en libertad condicional?

Siempre aparecen paquetes de cuestiones. En este caso es necesario hablar de la interacción de las normas y la libertad. Es necesario también dilucidar de qué suerte de libertad y de qué tipo de normas estamos hablando. Tocamos aquí algunas determinaciones sociales de los individuos y la acción y reacción de estos últimos frente a lo social. He preferido hablar de normas y no de leyes, aunque a veces se imponga hablar de leyes, incluso que restrinjamos su universalidad y las declaremos estadísticas.

Se entrelazan pues problemas que desbordan los estrictos marcos de la ciencia lingüística y que requieren planteamientos filosóficos. Estos problemas están siempre presentes en los análisis lingüísticos, aunque de manera general se sobrentienden, permanecen tácitos.

Incluso para definir cuál es el punto de partida del análisis es necesario determinar si el acto del habla es un acto eminentemente individual o presupone siempre —como lo señala Roman Jakobson— al interlocutor. Al presuponer al interlocutor se está implicando también lo que hay de común entre ellos y que los habilita a entrar en una relación lingüística, dicho en otros términos, tienen que pertenecer a la misma comunidad lingüística, el acto de habla es ya un acto social.

Las reglas lingüísticas que constriñen al hablante a mantenerse en el interior del sistema lingüístico común, es la base social que nos permite expresarnos y ser entendidos por nuestros interlocutores. Esta doble ventaja que nos permite el lenguaje es la condición misma que posibilita la liberación de los hombres. Es únicamente a través del lenguaje que nosotros podemos afirmar o negar con convicción. “Para esto —nos dice Albert Sechehaye (1870-1946), lingüista suizo— es necesario que el pensamiento y todo lo que asegura su funcionamiento se despliegue en el plano de lo que nosotros llamamos la libertad bajo control de nuestra consciencia individual”.

Tal vez sea necesario recordar que el lenguaje no solamente es manifestación de nuestra humanidad, sino que condición de la misma. Se suele repetir de manera bastante insistente que la lengua es lo propio del hombre. No obstante esto puede significar que ella proviene de no se sabe qué misteriosa naturaleza del hombre. Pero el lenguaje es una creación del género humano que se convirtió condición misma de su humanizacion y de la hominización de los individuos. Esta creación fue paulatina y duró tal vez muchos milenios. Muchas de las características del lenguaje que se consideran universales estaban presentes ya desde el inicio, pues únicamente un sistema fonológico, un sistema paradigmático y sintagmático permiten la manifestación de nuestro pensamiento y condicionan la cooperación entre los hombres. Es con el instrumento, la condición de nuestra liberación del estado animal. Ambos —instrumento y lenguaje— son exteriorizaciones de nuestra consciencia y manifestaciones excentradas de nuestro ser social.

La adecuación del instrumento para los fines materiales que se persiguen, tal vez no alcanza la alta adecuación de los distintas estructuras del lenguaje para los fines que cumplen. El hecho de funcionar de manera inconsciente en aspectos complicados como es la sistemática oposición o contrastividad de los fonemas, la ordenación de contenidos en las estructuras sintácticas y la facilidad de selección de los contenidos semánticos, que nos deja libre la consciencia para elaborar nuestros pensamientos, para construir nuestros proyectos y para expresar nuestras convicciones.

No obstante para no quedarnos en simples generalidades, es necesario afirmar que el individuo no toma las palabras ya con un contenido acabado de una vez por todas. Son los individuos los que en sus actos de habla le van dando contenido particular y concreto al material lingüístico. Es precisamente porque los individuos no ponen en sus afirmaciones contenidos preexistentes en algún limbo intersubjetivo que nuestras afirmaciones pueden individualizarse y ser particulares. La base común existe en cada uno de nosotros, pues esta base nos es trasmitida por las generaciones que nos preceden y constituyen un patrimonio común.

Los distintos niveles del saber lingüístico están condicionados por las diferencias individuales, diferentes condiciones de vida, de aprendizaje, distinta personalidad, distinto origen social, profesión, gustos, diversas relaciones sociales, etc. Todo esto hace que nuestro dominio de las estructuras lingüísticas sea más o menos rico. Los malentendidos que surgen en muchas conversaciones se sustentan justamente de todos estos fenómenos, que hacen que la amplitud o la profundidad del contenido que el locutor le imprime a su mensaje no coincida con las de su interlocutor. Este es el origen de que en nuestras conversaciones recurramos a explicaciones de lo que “en realidad habíamos querido decir”. Y a veces incluso con estas explicaciones no logramos darnos a entender, tal es la distancia social o cultural entre los interlocutores. El hecho de que existe un bagaje común es innegable y es justamente el que nos permite coincidir con otros en el sentido que le damos a nuestros elocuciones.

No obstante la individualidad no se manifiesta solamente en el que emite el mensaje lingüístico, sino que también en el que lo recepciona. El receptor también es activo y su individualidad también se manifiesta en la interpretación de lo que escucha. Es cierto que tanto el locutor como el receptor parten de un conocimiento común, de lo que podríamos llamar lo abstracto en el lenguaje.

En el uso de la lengua siempre partimos de lo abstracto hacia lo concreto. Los fonemas son entidades abstractas. No estoy diciendo irreales, ni ilusorias, ni ideales. Cuando se habla de fonemas no hablamos directamente del fenómeno físico que perciben nuestros oídos. No obstante sabemos que cuando un locutor emite un mensaje se trata de una realización concreta de los fonemas. Es decir que la oposiciones fonemáticas son particularizadas en la voz del hablante. Lo mismo sucede con las palabras (o monemas). Es necesario recurrir al diccionario para conocer el significado general de la palabra, no obstante este significado es simplemente una generalización, lo que de manera general significa tal o cual palabra, es decir, las palabras en los diccionarios están descontextualizadas. La significación concreta difiere mucho de esas definiciones. Y esta diferencia no resulta de un mal uso de la lengua, al contrario, el acto de habla es creativo y concretamente es el único que tiene significación. No existen actos de lengua. La cabal significación de las palabras se manifiesta en la interacción de los hablantes. Es en los actos de habla que surge la evolución misma de la lengua. En la que la originalidad del hablante es sancionada por sus oyentes. Para que una innovación tenga cabida en la lengua es necesario que la comunidad la acepte y la haga suya.

Como hemos visto, partimos de la rigidez de lo sistemático, de lo que nos imponen las generaciones que nos han precedido. Nuestra obediencia a esta imposición es justamente lo que nos permite permanecer dentro de la comunidad, la que nos salva de aislarnos del resto de los hombres. Alguien que se aparte deliberadamente de los diferentes esquemas que componen la lengua, podemos decir que padece de alguna enfermedad síquica, pues lo único que logra es excluirse de la comunidad. Es este uso inconsciente de los esquemas lo que nos permite, ya lo dijimos arriba, manifestar nuestra individualidad y nuestra originalidad. Es lo que fundamenta la posibilidad de nuestra libertad de pensar.

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