Mató tunco tu tata. ¿Mató tunco tu tata? Luego te
soplaban en los ojos y si pispileabas…
Mató tunco tu tata. Y a veces lloraba. Nunca pudo decir que no tuvo
miedo. Siempre tuvo miedo. Ahora estaba postrado en la cama de enfermo y los
médicos no le decían cuál era su enfermedad, cuándo saldría del hospital. Lo
trajeron una mañana gris y sin embargo estaba seguro que era por unos días, que los médicos no lo iban a entretener mucho.
¿Mató tunco tu tata? Las hormigas siempre en ringlera india, dándose besos
constantemente. ¿Por qué tan largos los días en los hospitales? No lo venían a
visitar. Se había quedado solo desde que su madre murió, cuando él estaba
todavía en la escuela. Siempre solo en su casa hasta que su madre llegara del mercado,
donde trabajaba vendiendo ropa. Las hormigas, una tras otra, siempre dándose
besos. Luego largos años de servicio en una agencia de seguros de vida. Eran
las cuatro de la tarde, luego vendría la enfermera con los frascos. Luego las
monjitas con sus consejos: paciencia. ¿Mató tunco tu tata? ¿Tuviste miedo? Hoy
también un miedo sordo y fuerte le apretaba la garganta. ¿Cuál era su
enfermedad? Ya no le dolía nada, pero seguía languideciendo, le faltaba el
apetito, ya no le gustaban las naranjas que las madres de la caridad le
llevaban todos los días, por las tardes, paciencia. Luego te descuidabas un
rato y solo quedaban unas pocas hormigas desparramadas por el pequeño patio de
la casa. La madre tenía que llegar a las seis, pero siempre llegaba tarde, más
tarde, siempre más tarde. Vamos a la vuelta de toro toro Gil. El canto venía de
la calle, pero no podía unirse al coro mientras no llegara su madre. A ver a
doña Ana comiendo perejil. ¿Por qué ninguno de los enfermos se atormenta como
él, queriendo saber cuál era su enfermedad? ¿Por qué ellos se ven tan seguros?
A veces sólo una póliza vendida en toda la semana. Y puertas, puertas, días
enteros tocando puertas. Doña Ana no está aquí, estará en su vergel. Ya son las
seis y la madre no llega, esta vez vendrá tarde. Ella arrastraba cada vez más
los pies, el autobús la mareaba y prefería venirse andando. Abriendo la rosa,
cerrando el clavel. Tía Agustina lo llevó a vivir con ella en el mesón “El
Dorado”. Ella era más joven que su madre y no tenía hijos. Viva la flor que la
mía es la mejor. Los profesores siempre lo paraban en el rincón por los zapatos
empolvados. Y él callado, a veces unas lágrimas. Pero tía Agustina no era su
mamá. Lo quería y no era mala como decía su madre. La enfermera tampoco le daba
esperanzas, que no sabía. En el patio del mesón jugaban todos los niños. Por
ahí pasó un soldado todo roto y remendado. Y el director siempre negándole
aumentos, hasta adelantos. Al principio sus clientes eran buena paga, ahora ni
clientes. Tía Agustina salía todas las noches y no regresaba, él se quedaba
solo, pero podía salir a jugar. Lo que vi que no llevaba era calcetín. En las
mañanas lo despertaba temprano y lo mandaba a comprar leche y pan. El médico
siempre lo mismo, le tocaba el vientre y hacía un nudo sus labios. En las
mañanas salía a pasear por los jardines del hospital, en cada paso el vientre
le recordaba el silencio de los médicos. Tía Agustina se pintaba los labios y
salía del mesón, los niños le silbaban: qué cuero. Siempre le traía regalos,
pero no era su mamá. Buscar otro trabajo, después de tantos años, no encontraría
nada, si ni siquiera tenía oficio. ¿Adónde ir? Las monjitas siempre puntuales,
a la misma hora con sus naranjas y sus paciencia. Calcetín si llevaba, lo que
vi que no llevaba era gorra. Después los niños se iban a dormir y él regresaba
al cuarto, otra vez solo, tía Agustina nunca regresaba. En el cuarto él solo,
viendo chisporrotear el candil. El director implacable, pero tenía razón, sin
ventas no podías seguir, había que buscar otro trabajo. Mató tunco tu tata. Y
siempre el miedo, miedo a las sombras que reflejaba el candil. Y también ahora
los médicos le parecían sólo sombras de fantasmas. Sombras blancas,
impenetrables. Las monjitas sombras azules, paciencia. El mismo dolor una
sombra en el vientre. Luego el hospicio de ancianos, con gente sin oficio y sin
trabajo como él. Todos solos. Las hormigas siempre en línea, apresuradas
dándose besos. Que llueva, la vieja está en la cueva. Los gritos de su madre
llamándolo en los mejores momentos de los juegos. Los niños a veces lo
acompañaban con miradas de lástima. Otras: gallina dormilona. Después un único
pantalón grasiento y la camisa raída. Por ahí pasó un soldado todo roto y remendado.
Tía Agustina todas las mañanas, despintada, mandándolo a la escuela. Su padre
se fue con otra mujer, cuando él estaba recién nacido. Luego las monjitas en el
hospicio, en el hospital, con sus naranjas. El cielo raso blanco, las paredes
blancas, los médicos blancos, la enfermera con sus frascos. Gorra si llevaba,
lo que vi que no llevaba eran botas. En el hospital a las tres de la tarde no
hay enfermera con frascos, ni monjitas con naranjas, nada. Todo blanco.
Cortando la rosa, cerrando el clavel. Y antes ni una ilusión. Del mesón a la
escuela, de la escuela a la calle a buscar trabajo. En el hospicio una cola
para comer, otra para pasear, otra para rezar. Antes habían sido caras
distintas, siempre distintas, detrás de cada puerta una cara nueva. Y el tiempo
pasaba. Y las caras de los médicos más impenetrables. Un silencio profundo.
Tras la ventana los árboles movidos por el viento, ya no podía salir a pasear,
las fuerzas estaban mermadas. Pispisigaña te agarra la araña. Luego vinieron
los policías y se llevaron presa a la buena tía Agustina. Las viejas del mesón
todas contentas, él lloraba. Tía Agustina no regresó nunca. Desde entonces las
monjitas. A las seis de la tarde tocando la última puerta, luego calles largas.
En la pensión nadie lo conocía. Entre sus papeles encontraron una foto de su
padre.
Carlos Abrego.
Julio de 1971, Jerusalén.