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lunes, 5 de noviembre de 2007

La biblioteca y su laberinto

El azar de mi vida me llevó a visitar muchas bibliotecas. Algunas de gran renombre y disputándose con otras la primacía en el número de volúmenes contenidos. A la primera que entré fue a la Municipal de Santa Ana. La entrada a ese lugar central en mi vida la narro en una novela aún ausente de toda biblioteca. Les pongo aquí ese pasaje:

“El ruido de las puertas batientes y apersianadas de la Biblioteca Municipal produjo furibundas miradas en los ancianos que venían a leer los periódicos ahí. Al pronunciar mis “buenas días” me di cuenta de que en ese lugar el silencio era más frágil que en cualquier otro de Santa Ana y de que a los viejitos no les gustaba la gente educada. Sus miradas fueron severas y ninguno respondió mi saludo. Estuve a punto de creer que una vez más mi padre se había equivocado, allí podían entrar sólo los viejitos. Esos mismos viejitos que seguían mirándome como si ante ellos estuviera parado el mismo espectro del comunismo que había dejado de pasearse por Europa y comenzaba su tournée por Centroamérica en la misma sala de lectura municipal. Esta comparación es mero anacronismo, entonces aún no tenía noticia de El Manifiesto. Pero tal fue su mirada que no me imagino frente a qué otra aparición se hubiesen espantado tanto. En mi mente un enorme y silencioso “puchica” se dibujó de miedo y confuso”.

El señor que oficiaba allí como bibliotecario se convirtió en un inapreciable guía y lo he sentido siempre presente a lo largo de tantos años en los que me he ausentado de mi ciudad. Su amable disposición, su atenta actitud, su paciencia conmigo son un recuerdo imborrable de mi adolescencia.

¿Quién iba a decirme que después de haber ejercido tantos oficios iba a terminar trabajando en una biblioteca municipal? Hasta hace muy poco estábamos muy orgullosos del fondo del que disponíamos. No nos contentábamos de lo exiguo del espacio, nada que ver con otros modernos edificios u otros antiguos de gran renombre. Situado en un segundo piso impide el acceso a muchos posibles lectores. En lugar de darnos nuevas instalaciones las autoridades nos han modernizado el mobiliario. Este bien vino aparejado con un mal. Por los cambios de personal llegó una persona de una extraña secta que Borges describe en su célebre cuento “La Biblioteca de Babel”, “Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros”. En nuestro caso no fueron tantos, pero sí volúmenes esenciales en toda biblioteca. Clásicos fueron echados de los estantes, un ejemplo Blake. Otro, Góngora. No sigo, es inútil lamentarme.

Pero la concepción de esta persona no es suya, no es exclusivamente suya. La cultura es muy engorrosa, pesada, hasta superflua para ciertas capas de la población. La literatura que implica un esfuerzo es inútil. La función del arte tiene que ser la diversión. Para qué darle a la gente lo mayores angustias existenciales. ¿Acaso no bastan con las que le entrega la vida de todos los días? Lo mejor es apartarle de esas angustiantes preocupaciones y divertir a la gente.

No niego que la dimensión distractiva o amena de la literatura sea necesaria. Pero el dogmatismo que se ha apoderado de las casas editoriales, de las redacciones de los medios y de muchos escritores y artistas está adquiriendo dimensiones tales, que hay poca cabida para le reflexión. El mundo se ha vuelto más complejo, su forma laberíntica es cada vez más visible. No obstante en vez de buscar la salida, alegremente nos vamos internando hacia el lugar donde no duerme el monstruo. Algunos piensan que ese monstruo es el consumismo, que ha resultado de un sistema que producción de mercancías, cuya funcionalidad se agota de inmediato para que aparezca otra, más otra. Es el reino de lo desechable.

Como en este mundo todo se valora a través del dinero y todo adquiere un precio, todo tiene que entrar en el mercado y tomar la forma de una mercancía, de una mercancía moderna que puede botarse a cualquier instante, porque ha envejecido no en sí, sino enfrente a lo permanentemente nuevo. El valor es meramente temporal. Esta mercantilización de todo, en donde los hombres son también desechables, ha desaparecido el valor de lo que permanece, de lo que adquiere su indiscutible altura con el tiempo. Es por eso que incluso las instituciones culturales se administran con ese criterio de permanente renovación, como si fueran la estantería de un supermercado en donde se venden las frutas y las verduras. Si acaba de salir, es bueno. No hay otro criterio. Claro que esto es sólo la superficie del fenómeno.

Porque esta ideología se sustenta en el fin supremo del mundo de la mercancía, el beneficio. Si no produce beneficio no es bueno. Todo lo que produce beneficio, todo lo que tiende a la acumulación del capital y su puesta en valor es lo que adquiere respeto. Se convierte en valor en sí. La permanente renovación mercantil persigue este fin. Es difícil, muy laberíntico escudriñar cuál es el hilo que une esta busca desenfrenada del beneficio y la actitud de destrucción de libros de la nueva jefa del sector de Adultos de mi biblioteca municipal.

Este enigma es absoluto, apasionante. Plantearlo no implica su solución inmediata, pero este planteamiento es necesario. Se trata de algo que puede ayudarnos a encontrar la salida del laberinto actual. Pero la solución de todo enigma es menos apasionante que el enigma mismo. En realidad la solución parece siempre muy sencilla. Demasiado sencilla.

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