“Pues el adiós es la noche”. Estas palabras tan certeras, tan llenas de sentido, de la gran poeta estadounidense, Emily Dickinson, me persiguen, me obsesionan. Me he querido escapar del siniestro hado. Traté de cantarle al ocaso, imaginándome siempre por la semejanza que sus luces eran las de la aurora. Quise imaginarme que la noche era apenas una simple transición entre dos momentos luminosos. Le temo tanto a las tinieblas, que quise conjurarlas nombrando a la noche un rumoroso ensayo de los colores bajos. Quise que la noche fuera gestación de la luz. Me la imaginé así.
No obstante la ilusión ofusca. Y la luz que surge cuando la ilusión se resquebraja, es demasiado clara que se confunde con la sombra. Los ojos se secan, las lágrimas ya no sirven de prisma. Es en esos momentos en que uno pronuncia por primera vez, muy adentro de uno mismo, la terrible palabra: adiós. Pero cuando, aun en silencio, esa palabra cae con todo su terrible significado, vuelve imposible sueño, todas las promesas. Cruelmente se inicia un recuento que va desnudando lo que hasta ese derroche de luz fue primoroso. Los que han amado saben de lo que estoy hablando. La historia se ha repetido tantas veces, tantas veces aun sin decir nada los ojos han hablado y han abierto la puerta de las tinieblas.
“El cerebro tiene corredores peores
que los de un lugar material.”
Esta es otra terrible verdad enunciada por Emily Dickinson. Aquí estoy conjurando el terrible enfrentamiento de lo íntimo. Me siento entregado a las tinieblas y buscando ese frío huésped que sepa librarme de los fantasmas exteriores. No teman, no les voy a contar toda mi historia, ni la antigua, ni la reciente. Tal vez en estos momentos piensen que he querido confesar mi fracaso y que envuelvo demasiado mi dolor con palabras. Pero sucede que por el momento avanzo difícilmente, a tientas, por los largos y oscuros corredores de mi cerebro.
Sabemos todos que el diálogo urge dos personas. Hablar con uno mismo es perderse por esos corredores encantados del cerebro y las respuestas o el silencio que se obtienen, vuelven inextricable el laberinto. Pero cuando el silencio viene de afuera, cuando el silencio es la respuesta, entonces la memoria nos lleva al recuento de las horas:
“Vendré a la cuatro, dijo María.
Y dieron las seis,
las siete,
las ocho...”
Ustedes saben que es inútil la ternura de las nubes y el poeta sólo puede implorar que los bomberos se quiten las botas, cuando intenten apagar el incendio de su corazón. Pero ¿de qué les estoy hablando? ¿Por qué traigo a Maiakovski en este mi asunto? No voy a equipararme con nadie, no se trata de eso. Es apenas un simple parecido. El aullido puede ser largo, muy largo, pero nunca envuelve al dolor. Cada uno llora a su manera. Pero yo tengo arena en mi garganta y ni siquiera puedo tener el consuelo de musitar la trágica despedida que me entregue atado a la noche.
El adiós, como el olvido, no deberían existir.
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