Al considerar la robusta literatura existente sobre la inmensa obra de Octavio Paz, se me antoja desconsiderada pretensión, alto engreimiento y arrogante petulancia intentar aportar algo nuevo y de valor sobre ella. No obstante he tomado el bolígrafo y unas cuantas cuartillas vírgenes, salvadas de una avalancha de ideas que nunca pude poner en orden, ni por escrito.
Suponer que los juicios, por el hecho de ser míos aporten novedad es también presuntuoso. Me toca pues armarme de humildad, de satánica humildad, que me fuerce y me empuje a escribir algo sobre el ilustre poeta mexicano, algo sobre Octavio Paz, sobre su obra, aunque sea totalmente al margen de lo que se ha escrito y se ha dicho. Digo al margen, lo que no significa que obligatoriamente me tenga que ir por la tangente. Me voy a poner a escribir leyendo. Y a veces simplemente recordando.
De manera despiadada, al igual que los antojos de la fortuna, cae bajo mis ojos una exigencia de principio hecha en los albores del siglo XX por un gran maestro, aunque entonces era todavía un joven lingüista que prometía volverse eminente, me refiero a Román Jacobson. Se sabe que cumplió con creces la promesa.
La exigencia reza que “una poética científica es posible únicamente a condición de que se renuncie a toda apreciación: ¿acaso no sería absurdo que un lingüista en el ejercicio de su profesión, juzgue los méritos comparados de los adverbios? ¡Cuántos frenos lleva esta frase”. Lo primero que se descarta, que se nos pide que dejemos afuera son los juicios de valor. Tal vez Jacobson no haya querido ser tan categórico, quizás consideraba que alguien que se lanza a opinar sobre la poesía está obligado a argumentar y que los argumentos deben comportar sólidas bases objetivas. De repente nos topamos con un pozo abismal de problemas y cuestionamientos que se vienen discutiendo desde La Poética de Aristóteles hasta nuestros días, sin acabar de resolverlos.
No obstante el lingüista Jacobson agrega que “La teoría del lenguaje poético no podrá desarrollarse si no se trata la poesía como un hecho social, si no se crea una especie de dialectología poética”. Hay aquí algo que me abre perspectivas. La palabra que está de moda es “horizonte”. Hay quienes pretenden que “horizonte” se presta más a ser conceptualizado, que simplemente es ya un concepto epistemológico o cognitivo. Una metáfora desgastada por el uso y otra que recién aparece en el mismo contexto. Más adelante hablaré sobre que entiendo por “contexto”. Corro menos riesgo que definir “metáfora desgastada”. Qué cada quien cargue con la cruz que le convenga.
Una dialectología presupone multitud de variantes. Variantes que tornan, giran, se expanden, se acercan, se estrechan o estrellan alrededor de un eje. De un centro nos sugiere Jacobson: “Desde el punto de vista de esta dialectología, Pushkin es el centro de la cultura poética de un cierto momento, con una cierta zona de influencia”. Si fuese postmodernista recalcitrante le cambiaría en un santiamén la inofensiva palabrita “centro” por “atractor”, echando mano de un término usual en Física, lo que me aportaría gajes de exuberante cientificidad. Pero al mismo tiempo el uso del término “atractor”, si no olvidamos que lo estamos metaforizando, de seguro nos sería más útil que centro, porque en sí, en su definición misma, en su modo de ser, implica confluencia de factores y zona de influencia.
Vuelvo al horizonte. Le echo un vistazo. A la verdad la puertita por la que me escabullo, es decretar de buenas a primeras, a la manera unamuniana, que Octavio Paz surge en el panorama literario latinoamericano como un atractor poético. Me voy a explicar. Para facilitarme la tarea voy a mencionar otros atractores poéticos de América: Neruda, Vallejo, Borges, Guillén, que están presentes cuando Paz empieza a cantar. Pero como la creación poética de Octavio Paz no es nahualt, ni maya, ni cholteca, sino que mexicana en castellano y aunque esto tenga husmo de perogrullada, se me antoja importante decirlo, por la siguiente razón, es que al poetizar en castellano obligatoriamente las palabras están ya impregnadas de historia literaria, no se trata de cascarones vacíos que admiten cualquier relleno. Hay costras, si se prefiere, estratos metafóricos que cada palabras arrastra consigo. Sin irnos tan lejos y pretender que eso va hasta el “Cantar del Mio Cid”, sí podemos afirmar que el Arcipreste de una o de otra manera ha dejado plasmada en el vocabulario poético su impronta. Y la lista es larga.
El poeta mexicano es consciente de ello:
“Dales la vuelta ,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras”.
Tanto maltrato que ordena contra las palabras no es para quedarse mudo. Más bien es para encontrar su voz.
Es cierto que si ponemos mucha atención y muy atento nuestro oído oiremos el deje mexicano en el verso de Juan Ruiz de Alarcón, como nos lo sugiere con tanta razón Henriquez Ureña. Este sabio nos da testimonio del vaivén que nuestra literatura ha vivido: entre la imitación y lo propio, entre lo extranjerizante y lo autóctono. He dicho testimonio, en verdad se trata de una acalorada y sentida defensa de nuestra entera libertad creadora. Pero es cierto que los poetas americanos hasta Vallejo y Alfonso Reyes no le habían dado vuelta a las palabras para que sonaran hondamente peruanas o mexicanas, o cubanas con Guillén. Tal vez sea injusto con los que no nombro, pero me interesa aquí que se entienda lo que digo: Octavio Paz sabe que:
hay que desenterrar las palabras perdidas, soñar hacia
dentro y también hacia afuera,
descifrar el tatuaje de la noche y mirar cara a cara al
mediodía y arrancarle su máscara,
bañarse en luz solar y comer los frutos nocturnos,
deletrear la escritura del astro y la del río,
recordar lo que dicen la sangre y la marea, la tierra y
el cuerpo, volver al punto de partida...”.
No cabe duda que como su hermano mayor Alfonso Reyes, Octavio Paz conocía al dedillo la poesía de España, que frecuentó a Góngora y Quevedo, Manrique y Lope, Machado y Lorca y tantos otros. Pero los surrealistas franceses fueron también sus amigos, comparte con ellos principios y procedimientos. En sus primeros tiempos, o mejor dicho, en los tiempos de sus inicios, todavía se discutía acaloradamente la justeza de llamar libre a la versificación sin rima , ni pie marcado.
[Lo que viene arriba me lo encontré entre papeles rescatados, puesto en limpio e impreso en una impresora que aún usaba cinta de tinta. Los papeles estaban ya por desteñirse del todo. Recuerdo que la computadora se arruinó y pasó el tiempo hasta que obtuve otra en la que me puse a elaborar métodos de enseñanza del castellano asistida por ordenadores. En “Totale Formation” (escuela privada de lenguas) fuimos los primeros en crear este tipo de métodos. Esto me apartó durante cierto tiempo de mi afición crítica y literaria. Mi cálculo es que esto lo escribí a inicios de los noventa o finales de los ochenta del siglo pasado. Esto significa que el hilo se cortó definitivamente y ni siquiera recuerdo si tenía preparado algún plan o si tomé algunas otras notas. Puedo afirmar con total certeza que lo escribí después de 1988, año en que leí el libro de Ilya Prigogine y Isabelle Stengers “Entre le temps et l'éternité” (“Entre el tiempo y la eternidad”). Fue en esa obra donde encontré y estudié el término “atractor”.
El concepto de atractor no tuvo una expansión en las ciencias sociales como algunos temieron en los años noventa. No obstante personalmente no he abandonado la posibilidad de adaptarlo tanto al lenguaje, como a otro tipo de fenómenos sociales, entre otros al lenguaje poético, que como bien lo afirma Román Jacobson es un “hecho social”. Los hechos sociales son complejos y por supuesto dinámicos, no se les puede pensar de otro modo que aplicándoles un pensamiento asimismo complejo y dinámico.
Creo que los ejemplos de poetas que he dado arriba dan una idea de lo que puede ser un atractor. Me parece que lo que dice Jacobson de Pushkin de que es un “centro” en torno al cual giraron otros poetas durante “cierto momento, con una cierta zona de influencia”. La gran dificultad que se presenta es determinar ya no tanto con cierta exactitud la extensión del momento, pues este momento pueden ser décadas, ni tampoco en qué consiste realmente esa “zona de influencia” que no es geográfica, sino que un conjunto de personas que sienten un atractivo particular por tal o cual poeta. Estas personas son un territorio particular del lenguaje poético o del lenguaje en general. Es en ellas que se generan nuevos giros idiomáticos inspirados, pensados, sentidos a partir del modelo, a partir o hacia ese centro. Es en este tipo de fenómenos que se van realizando los posibles del lenguaje, de la poesía, son los que dinamizan, los que acarrean paulatinamente los cambios semánticos, sintácticos.]