Una vez me propuse
recolectar los íncipits de novelas que más me gustaran. Para que desaparezca la anfibología, se trata
de los íncipits que más me gustaran, da la casualidad que aquellos que fui
anotando procedían de novelas que también me habían gustado. Hay unos cortos, muy
cortos como la frase que abre “La muerte de Artemio Cruz” de Carlos Fuentes:
“Yo despierto…”. Sucede que este despertar es hacia la muerte, en la muerte,
como este otro íncipits mexicano de Juan Rulfo: “Vine a Comala porque me
dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, esto lo dice el personaje
ya enterrado. Pero nada nos anuncian de ello los íncipits mismos, lo
descubriremos en el paso de la lectura.
La muerte también está presente en las primeras páginas
de la novela del cubano José Lezama Lima, “Oppiano Licario”, que se inicia con
una frase muy sencilla, “De noche la puerta quedaba casi abierta.” Sorprende
esta sencillez si recordamos el abigarrado comienzo de “Paradiso”: “La mano de
Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando
suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años; abrió la
camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de
violenta coloración, y el pecho que se abultaba y se encogía como teniendo que
hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la
portañuela del ropón de dormir, y vio los muslos, los pequeños testículos
llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender más aún las manos notó
las piernas frías y temblorosas”. El punto marca el fin de este amontonamiento
de pequeñas frases que abren la narración y que le ponen fin al íncipit.
Por supuesto que se puede discutir si es necesario que
este último inicio abarque todas las frases, pero no existe realmente un
criterio que lo prohíba, tampoco ninguno que nos indique qué es lo que entra en
un íncipit. Creo que formalmente es el punto final la única señal. Poner o no
un punto es opción del autor y creo que en estos asuntos siempre se debe uno
guiar por este criterio.
Ignoro si alguien se ha dedicado a lo mismo y si ha
encontrado la manera de clasificarlos, de ordenarlos, tal vez exista un estudio
profundo y sistemático. Lo que yo me propuse era apenas colectar estos íncipits
a la usanza de los que recogen “corcholatas”, “timbres”, “estatuitas de Buda”,
etc. Y he ido desechando de mi colección algunos íncipits porque no me gustaban
y no me daban pábulo para escribir algo. Resulta que hay algunos que han dado
mucho que escribir e incluso que han suscitado hasta despiadadas polémicas y
graves discusiones. Uno de estos es el de Lev Tolstoi en “Anna Karenina”, se
los doy en mi traducción, no creo que difiera mucho de la que ya habrán leído
en otras traducciones, pero no tengo ninguna: “Todas las familias felices se
parecen unas a otras, cada familia desdichada, es desdichada a su manera”. Hace
algunos años leí con mucho agrado unos comentarios de Víctor Shklovski, uno de
los fundadores del formalismo ruso, esta lectura ya es ahora antigua. En los
dos tomos que tengo en casa no aparece ese comentario, por lo menos no lo
encontré en la hojeada que les di, fue un vistazo fugaz. Recuerdo también algo
escrito por Mijaíl Bajtin, algunos le ponen tilde en la i, siguiendo la
pronunciación francesa y no la rusa. Lo curioso es que en Wikipedia viene
acentuado en ruso como si fuera una palabra aguda, mientras que en la lista de
nombres le ponen también acento, pero esta vez como grave. En ruso no se ponen
los acentos.
Me alejé del tema, no importa, siempre que me pongo a
escribir tan libremente me voy como cabra al monte, voy siempre de orilla a
orilla de la vereda. Volviendo a Tolstoi, su íncipit es un concentrado de su novela,
no nos anuncia nada, no es una promesa narrativa, no obstante sabemos que nos
va a contar la desdicha particular, propia de una familia, pero la banalidad de
Stiva, su ligereza, su superficialidad y su “desdicha”, que es con lo que Lev
Nikolaevich Tolstoi abre su relato, no nos deja entrever todo el drama que se
va a presentar ante nosotros, el drama de esa mujer, de Anna Karenina, que va a
enfrentar la hipocresía de su casta, de su medio y de la sociedad. Anna
Karenina es una mujer íntegra, que quiere amar, que quiere ser una mujer en
toda la extensión de la palabra. Su desdicha es profunda y trágica.
Quiero ahora volver a los íncipits en castellano, tal vez
estos dos que voy a citar sean los más conocidos y al mismo tiempo los más
comentados en el mundo. El primero es de Miguel de Cervantes en su “El
ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, les dejo cierto tiempo para que le
rememoren, que es algo muy sabroso repetirlo en voz alta para quienes lo saben
de memoria. Tiene un ritmo de poema libre, de esos que ahora evitan la rima y
que juegan con los acentos, bueno, ahora va la cita: “En un lugar de la Mancha,
de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un hidalgo de los de
lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”.
Siempre, siempre que me repito en la mente estas
iniciales palabras cervantinas, acuden a mí, a mi recuerdo los ceñudos y
ceñidos pleitos del otro don Miguel con el autor de “Don Quijote”, me estoy refiriendo
a mi don Miguel de Unamuno. En su “Vida de Don Quijote y Sancho” Unamuno
empieza justamente señalando que nada de nada sabemos de la infancia y juventud
del “Caballero de la Fe, del que nos hace con su locura cuerdos”, nada sabemos
de su linaje. Instruye mucho ir leyendo o releyendo al Quijote con el libro de
Unamuno al lado. Aunque sea para irnos peleando con el vasco, con este hombre
cascarrabias y jovial, que departe con nosotros su cordura y sus locuras.
Recuerdo también ahora haber leído los análisis minuciosos
y sabios de Américo Castro, pero eso fue ya hace mucho tiempo, durante mis
estudios universitarios, desde entonces no los he vuelto a leer. No obstante
recuerdo el detallado análisis de la dieta semanal del Quijote que hace este
maestro y que viene en seguida del íncipit cervantino.
Sostienen algunos filólogos que el verbo “querer” juega
aquí el papel de
auxiliar y que “no quiero acordarme”
significa llanamente “no me acuerdo”. No sé por qué esta aclaración me le roba
algo, es como si de alguna manera la omisión del nombre del pueblo no es
producto de la discreción del narrador, sino que simplemente una fórmula de
cuentos tradicionales, de muchos cuentos. Pero el olvido no tiene el mismo
peso, ni valor que la opción de no querer nombrar. Uno se imagina las mil y una
razón de este no querer acordarse. Bueno, “esta era una vez” tiene también su
encanto
.
El otro íncipit con el que voy a terminar esta
pequeña muestra es el de “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez: “Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo”. El narrador del Quijote nada
sabe de la infancia y mocedades de su héroe, mientras que el narrador de la obra
colombiana es un sabedor de todos los detalles. Sabe hasta los recuerdos
futuros de Aureliano Buendía de un hecho de su remota infancia. El narrador nos
anuncia un falso fin de la novela y un hecho real que pronto descubriremos,
dándole aún mayor certeza al fusilamiento que no tendrá lugar. No hay ningún
lector que no haya caído en la trampa, todos nos ponemos a esperar el trágico y
fatídico desenlace. Esta falsa profecía le entrega al narrador la fuerza épica
de las antiguas leyendas, el tono no va a cambiar, ni tampoco nuestra confianza
en sus palabras aún después de que descubrimos que nos ha engañado al
anunciarnos la muerte fatal de Aureliano. Esta mentira inicial nos obliga a
creer en el mundo fantástico que se abre paso en los capítulos que siguen. Al
final, cuando el mundo narrado se destruye, nos damos cuenta que tanto el
narrador como nosotros los lectores vivimos en otro mundo, un mundo sin nombre
y tal vez ya sin historia o tal vez sin saber que tal vez nos toque repetir sin
fin el mismo ciclo de guerras y muertes anunciadas.